Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 28 de octubre de 2017

Fantasmas

Nadie quiere ser parte de una ficción,
y menos aún si esa ficción es real.
Paul Auster, La habitación cerrada.


Es jueves. Aunque un fragor eléctrico amenaza, no está lloviendo. Es posible que hayan pasado algunos cuantos minutos después de las siete de la tarde… El frío prematuro que lengüetea desde el lunes la ciudad ahora, engorroso, arrecia un poco más: no tarda en caer la noche. Sin haber acordado nada previamente, O y Ye se encuentran en la entrada del mismo café en el que justo hace dos semanas se habían reunido. Se topan uno a otro frente a la puerta de vidrio: “Empuje”. Por descontado, ninguno muestra mayor sorpresa…, ni siquiera intercambian un saludo formal; sus gesticulaciones no pasan de un veloz reconocimiento y un esbozo de sonrisa. Uno de ellos empuja, abre y cede el paso al otro… Se forman detrás de un par de mujeres, vestidas en forma casi idéntica: un outfit compuesto de overol de gabardina color caqui y blusas holgadas, una azul y la otra negra.

— Azul y Negro…, ¿recuerdas?

— ¿Dos colores…? ¿La mar y la noche? ¿El Danubio y el Corsario?

— No. Recuerda Fantasmas de Auster.

— Ya: el protagonista y el antagonista de la novela, ¿o al revés?

— No, así como dices: Azul es quien, contratado por Blanco, tiene que vigilar todo el tiempo a Negro.

— ¿Qué van a querer hoy, chicos? –les pregunta el joven que atiende en la caja, desde una alegría absolutamente imposible.

Los dos han llegado al medio siglo y resienten aquel “chicos” como patada de mula en el hígado, pero aguantan y callan. Gente de rutinas y gustos fijos, ordenan:

— Expreso americano, venti –pide Ye.

— Igual –dice O.

Pagan y, mientras esperan sus bebidas, comienzan a conversar:

— Entonces, ¿te seguiste de largo con las otras dos?

— Sí…, en realidad son tres novelas distintas y un solo retablo verdadero. 

— Pero son tres libros.

— Bueno, no.

— ¿No?

Entonces viene una exposición que podría sintetizarse como sigue: la editorial catalana Libros del Zorro Rojo puso en circulación en noviembre de 2015, en un solo volumen, la Trilogía de Nueva York de Paul Auster (Newark, New Jersey; 1947). 

— Una edición espléndida.

El libro se editó a partir de la traducción al español de Maribel de Juan, inicialmente realizada para Anagrama. Como se sabe, la antología se integra por Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada, novelas publicadas originalmente de 1985 a 1987 por el sello inglés Faber & Faber. Fernando Diego García, cabecilla de Libros del Zorro Rojo, consiguió un objeto bello, conservable…



— Lo mismo logra con casi todas sus producciones.

— Envidiable, de veras. La edición incluye trece ilustraciones a todo color de Tim Burns.

— Novelas negras con ilustraciones a todo color. 

— ¿Novela negra? Bueno, sí, en las tres cunde la intriga y en cada una de ellas el trabajo de un detective aparece en primer plano. Aunque también podríamos afirmar que son novelas de especulación.

— ¿Filosófica?

— Por ahí el propio Auster recuerda que especular viene del latín speculatus, es decir, espejo. Especular es también espejearse uno mismo.

— Ciertamente, como Azul, quien mientras espía a Negro desde la habitación del edificio de enfrente está sobre todo al acecho de sí mismo.

— Ahora que lo mencionas, caigo en la cuenta de que Fantasmas debió de titularse La habitación cerrada

— ¡Y viceversa! En La habitación cerrada, Paul Auster narra detalladamente cómo la persecución de un fantasma, Fanshawe, convierte en un ser fantasmagórico al protagonista de la novela.

— Y ya puestos a cambiarles el nombre, Ciudad de cristal debió ser Ciudad de espejos. Las tres son novelas que especulan sobre la identidad de las personas, la identidad reflejada en los otros.

— Y también sobre la escritura: novelas de detectives y de escritores…: de escritores involucrados en aventuras detectivescas y de detectives que escriben. Thrillers de narradores. En Fantasmas, Azul vigila a Negro y escribe informes para Blanco.

— Y en La habitación cerrada, Fanshawe se convierte en un escritor de enorme éxito cuando, después de su desaparición, su amigo de infancia, el narrador de la novela, decide publicar sus manuscritos…

— Un narrador protagonista anónimo, por cierto.

— Durante alguna de las charlas que Azul y Negro sostienen…

— El detective disfrazado, ¿cierto?

— Sí…, Negro, quien también es escritor, hablando de Nathaniel Hawthorne, el novelista gringo del XIX…

— Espera…

— …

— ¿No escribió Hawthorne una novela que se llama Fanshawe?

— Sí, su primera novela, aunque no la publicó con su nombre.

— De ahí sacó entonces Auster el nombre del personaje.

— Seguro… Te decía: Negro afirma que un escritor, en cierto modo, no tiene vida propia mientras se esfuerza en escribir historias que doten de sentido la vida de sus personajes.

— En la literatura las vidas tienen sentido, deben tenerlo…; acá, en la vida real, no.

— Una idea constante en la Trilogía de Nueva York: naces, mueres, y todo lo que ocurre en medio no tiene ningún sentido.

— Y el narrador de La habitación cerrada aporta varios ejemplos: vidas de gente de carne y hueso en las que resulta palmario la ausencia total de sentido…

— Oye, ¿pero serán realmente las vidas de gente de verdad… o inventos de Paul Auster para fundamentar su arenga? Ojo: en Ciudad de cristal, Peter Stillman se inventa vida y obra de un fantasma: urde la existencia de Henry Dark y lo hace pasar como un personaje histórico.

— Henry Dark…, Negro en Fantasmas.

— Y en La habitación cerrada, Fanshawe, para ocultarse del narrador, se hace llamar Henry Dark.

— ¡Es verdad! Tiene sentido…

— O el sin sentido que quiere demostrar Auster.

— ¿Y lo consigue?

— …

— …

— ¿Nos vamos?

— Nos vamos.

sábado, 21 de octubre de 2017

Cuenca de tiempo

“Tenochtitlán” se localiza 28 kilómetros al sureste del Zócalo… Vayamos…


Supongamos estás en la esquina de Pino Suárez y Corregidora, el vértice sur levante de la Plaza de la Constitución. Frente a ti, del otro lado de la enorme plancha —22 mil metros cuadrados de concreto hidráulico estrenados en agosto—, puedes admirar la vetusta Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, y a tu derecha una construcción aun más vieja, las Casas Nuevas de Cortés, hoy Palacio Nacional. El reloj acaba de marcar las diez de la mañana. Justo ahora, dale la espalda al Zócalo y comienza a andar por Pino Suárez. Metros más adelante vas pasar junto a la escultura conmemorativa de la fundación de México-Tenochtitlán:
cinco mexicas —tres hombres, una mujer y un escuincle— miran la señal prometida por Huitzilopochtli: sobre un nopal, un águila devora una serpiente. Avanza hasta Venustiano Carranza y ahí a la derecha… Tu trayecto apenas inicia: con mucha suerte —de que no te pierdas, de no te llueva a cántaros, de que no te asalten, de que no te atropellen…— te llevará unas seis horas de caminata llegar a tu destino, la mayor parte de la cual la transitarás por la calzada Zaragoza. En el cruce con Ermita-Iztapalapa vas a salir del territorio de la capital del país para entrar al temible Estado de México. Toma la carretera Federal 190 México-Puebla…
Diez kilómetros más adelante, unos metros antes de llegar al sitio arqueológico de Tlalpizáhuac, da vuelta a la derecha en Ley 6 de enero, calle por la que deberás llegar hasta Hidalgo, para seguir por esa avenida —luego cambia de nombre a Prolongación Agricultores—, siempre con rumbo sur, hasta Xico. Otra vez dobla a la derecha y dos cuadras más abajo camina hacia el oriente por Campesinos, calle que pasos más adelante cambia a Quintín González, enseguida a Pioquinto González y, después a Begonia. Estás cerca: llegando al entronque con Gardenia anda a la izquierda para continuar por Betunia: a media cuadra, en la acera norte, verás el portón de la Escuela Secundaria Técnica 115 “Tenochtitlán”.



Estamos en el municipio mexiquense de Ixtapaluca, en la ladera occidental de un pequeño cerro, El Elefante. Tal topónimo debieron de habérselo puesto hace poco —en América, paquidermos sencillamente no había—; de hecho, en cartografía elaborada a principios del siglo XX encuentro que la prominencia todavía era llamada Tlapacoyan —hoy sin n—.
Medio siglo atrás, un mapita de 1859 muestra como los lagos de Xochimilco y Chalco entonces seguían conectados, y el agua llegaba hasta Tlapacoya. La superficie que hay entre lo poquito que queda del lago de Chalco y El Elefante la ocupa hoy un denso y lastimero caserío, Valle de Chalco Solidaridad, una inundación extrema de pobreza. 
Partiendo de la EST “Tenochtitlán”, emprendamos camino hacia el este… Medio kilómetro de ascenso para alcanzar el lomo norte de El Elefante. La cumbre ofrece una panorámica vespertina de la cuenca: hacia oriente, podemos contemplar la muralla volcánica de la Sierra Nevada —el Telapón, el Tláloc, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl—; hacia el sur, los confines de la Zona Metropolitana del Valle de México; hacia el occidente, el apelmazado tapete citadino tendido sobre Chalco y Xochimilco, con la Sierra de Santa Catarina al fondo, y hacia el norte la conurbación de Ixtapaluca trepando imparable el cerro El Pino… Bajando por la ladera opuesta vas a encontrar la zona arqueológica de Tlapacoya —el acceso está sobre Cerrada del Silencio—, en la que es posible apreciar los restos de un basamento piramidal de un edificio ceremonial que data del Preclásico Superior, contemporáneo a Cuicuilco. Vestigios ciertamente notables, pero hay más…

El cerro de Tlapacoya, entonces una isla, fue uno de los escenarios en los que algunos grupos humanos debutaron en América; el entorno lacustre les permitió una vida semisedentaria basada en sistemas de manutención preagrarios. “Durante el Pleistoceno Tardío, la cuenca de México contenía un extenso y poco profundo lago que proveía de atractivos recursos a los primeros ocupantes humanos”. De acuerdo con recientes estudios (Gonzalez, Silvia et al. “Earliest humans in the Americas: new evidence from Mexico”. Journal of human evolution #44, 2003), dataciones mediante determinaciones de radiocarbono directo (AMS) demuestran que el cráneo humano encontrado en Tlapacoya en 1968 —descubierto accidentalmente cuando se construía un camino— es uno de los dos rastros humanos más antiguos de toda el continente, con una antigüedad de 10,200 años —el otro corresponde a un cráneo hallado en el cerro del Peñón, también en la cuenca de México, unos 300 años más antiguo—.
No es casual entonces que de este sitio, tan cerca de la “Tenochtitlán” y no tan lejos de la Gran Tenochtitlán, provenga el más arcaico objeto de cerámica encontrado en toda la cuenca de México, la llamada figurilla de Zohapilco, realizada alrededor del 2300 a. C. Se trata de la representación de una mujer, “notable por su especificidad estilística”, de 5.2 centímetros de alto. “El análisis petrográfico y mineralógico… permite colegir que la figurilla fue fabricada en Tlapacoya mismo” (Christine Niederberg, Zohapilco. INAH, 1976).

Saliendo de la zona arqueológica, encuentro un panteón, un buen sitio para descansar un rato mientras oscurece y hacer un poco de aritmética mental… La distancia temporal entre la EST 115 “Tenochtitlán”, erigida en terrenos ejidales en 1986, y la fundación de la gran Tenochtitlán es de apenas 661 años. La distancia entre el arribo de los primeros grupos humanos a la cuenca de México y el inicio de la producción cerámica es de más de 5,800 años.

Leo en la placa de una de las tumbas que la mujer ahí enterrada falleció justo el mismo año en que yo nací, a la edad de 52.

sábado, 14 de octubre de 2017

Ciudad de cristal

Impuntuales, los dos llegaron al mismo tiempo. Si alguno de ellos hubiera consultado su celular —ninguno usa reloj— habría advertido que estaban presentándose cuarenta y dos minutos después de la hora acordada. La coyuntura resulta anómala ya que ambos son gente reputada como formal y respetuosa de las agendas, la propia y las de los demás. Más raro aun, nadie ofreció disculpas. Enseguida de un saludo raudo y sobrio, entraron juntos a la cafetería. No había nadie haciendo fila. Embetunado de una amabilidad ramplona que rayaba en la grosería, un sonriente efebo les dio la bienvenida.

— ¿Qué van a tomar, amigos?

Al menos no los llamó chicos. Ye pidió un expreso americano.

— ¿Tamaño?

— Grande…, es decir, venti.

— Igual para mí –dijo O.

Cada quien pagó su consumo. Sin hablar, aguardaron sus bebidas en la barra. Luego otearon por un lugar en donde sentarse… Nada, el sito estaba atestado.

— ¿Afuera?

— Afuera.

O y Ye salieron para instalarse en la única mesa desocupada. Tragos a sus sendos vasos desechables… Dejaron pasar un par de minutos, tal vez para aclimatarse al fatigado fragor que la gente acomodada en el resto de las mesas provocaba, una estridencia más bien apagada, sin risas, interrumpida constantemente por esquirlas de silencio… La tristeza sigue instalada en la ciudad, pudo pensar cualquiera de ellos. O también: mucha gente sigue con el ánimo agrietado, sin resanar…

— ¡…! —suspiró alguno de ellos, quizá ambos. 

— El terremoto del 19 de septiembre…

— ¿Cuál?

— ¿Cómo que cuál? Pues el que ocurrió aquí, en la Ciudad de México.

— Sí, pero a cuál te refieres…, ¿al temblor o al sismo?

— ¿…?

— Al mañanero del 19 de septiembre todo mundo le llama temblor, y al que sucedió 32 años después, exactamente el mismo día, pero a las 13:14 horas, le llamamos sismo.

— Ya… El temblor de 1985. El sismo de 2017.

— Ajá.

— Ok. Entonces me refiero al sismo…

— Te refieres pues al del martes de hace dos semanas, no al del jueves de finales del siglo pasado.

— Sí. El sismo del martes 19 de septiembre de 2017 me sorprendió mientras leía una novela de Paul Auster –en sincronizado movimiento, los dos levantan su café y beben. Por la cabeza de uno y otro pasa un pensamiento fugaz: ¡’uta, qué fuerte estuvo!

— …

— …

— ¿Qué novela de Auster? ¿La nueva? 1234 se llama, ¿no?

— No, 4321. Pero no, la nueva no, más bien la más vieja, la primera…

— ¿La más vieja? The Invention of Solitude, de 1982.

— Esa es su primera obra narrativa…, pero no es una novela, es un libro autobiográfico.


— Entonces Squeeze Play. Ésa sí es novela y también fue publicada en 1982.

— Correcto: es novela, y previa a la que estaba yo leyendo cuando empezó a temblar…, pero considera que no la firma Paul Auster, sino…

— Bueno, sí: Paul Benjamin, un sobrenombre, un pseudónimo… De acuerdo, entonces… Déjame pensar… ¡Ya: qué inapropiado resulta que el 19 de septiembre te haya pillado en la Ciudad de México leyendo City of Glass!


— Así fue… Ciudad de cristal

— ¿Pero ya la habías leído, no?

— Pues yo creía que sí.

— ¿…?

— Es que la traía confundida con The Brooklyn Follies.

— Esa es mucho más reciente: 2005.

— Y Ciudad de cristal es la primera novela de La trilogía de Nueva York.

— Ojo: la primera edición es de 1985.

— Sí, pero preferiría no subrayar eso…

— Ok, a un lado cualquier coincidencia telúrica… Entonces nos quedamos en que es la primera novela que Paul Auster firmó como Paul Auster…

— Y en la que aparece un personaje que se llama, precisamente, Paul Auster.

— Bueno, en estricto sentido, no. Recuerdo que en la novela hay dos personajes que se llaman Paul Auster: un detective, que nunca aparece...

— Claro…, el detective y el escritor.

— ¿El escritor que se hace pasar por el detective?

— No, no, no… Está Paul Auster, el detective al que buscan por teléfono; Paul Auster, el escritor, y además otro escritor, Daniel Quinn…

— Ya recuerdo: Quinn es otro escritor, el protagonista de la novela, el que se hace pasar por Paul Auster, el investigador privado.

— En efecto: Quinn, aunque sus libros no los firmaba con su verdadero nombre, sino como William Wilson.

— Novelas de misterio, ¿no? 

— Sí, protagonizadas por su detective narrador, un tal Max Work.

— A ver…, Quinn se hacía pasar por William Wilson para escribir novelas en las que, en primera persona, Max Work relata sus aventuras. 

— O Wilson poseía a Quinn para que escribiera como si fuera Work.

— También, aunque Wilson termina siendo el menos real: más allá del pen name, era una especie de médium para que Quinn conectara con Work.

— Claro, Quinn es el verdadero escritor.

— ¿Verdadero? Quinn es un personaje. En Ciudad de cristal Paul Auster narra la historia de Quinn, quien se hace pasar por Paul Auster, el detective, y además conoce a Paul Auster, el escritor.

— ¿Y qué caso tiene?

— ¿Qué caso tiene escribir una novela en la que uno mismo aparezca como personaje?

— No, ¿qué caso tiene Paul Auster, el detective?

— Ah, ya… Bueno, al parecer su trabajo es socorrer a Peter Stillman, evitar que lo maten.

— ¿Que lo mate quién?

— Peter Stillman… Recuerda: Paul Auster es contratado por Peter Stillman hijo, aunque en realidad quien paga es la esposa, para que siga a Peter Stillman padre, puesto que teme que quiera matarlo.

— Ajá, un posible filicidio.

— Pero no te cuento más… Si no te acuerdas, léela de nuevo…

— Ajá…, el próximo terremoto…

— … que caiga en 19 de septiembre.

Agotado el asunto, se acabaron su café, se levantaron y se fueron…, simultáneamente.

sábado, 7 de octubre de 2017

1985 – 2017

People leave traces of themselves
where they feel most comfortable, most worthwhile. 
Haruki Murakami, Dance Dance Dance.


Hace mucho mucho tiempo, en Aguascalientes, me enteré de la existencia de El Unicornio. Estoy hablando del siglo pasado y acabábamos de llegar. Éramos cientos y cientos de chilangos descentralizados, recién desempacados en el Altiplano. Defeñas y defeños nostálgicos, todavía con el tonito bien marcado, mano. Apenas comenzábamos a explorar los nuevos recovecos, los tejesymanejes de la vida en un lugar en donde sí se respetaba la cuaresma, se dormía la siesta y daba tiempo de mucho, y en el que todo estaba cerca, aunque aquel todo no era el todo al que estábamos acostumbrados: por ejemplo, no había tacos al pastor ni puestos de quesadillas de flor de calabaza ni recauderías en donde vendieran verdolagas ni huitlacoche. Hallamos otras carencias y también nos topamos con hallazgos sorprendentes, como la proximidad de El Muerto y las explosiones de color en el cielo… Me tocó llegar con la segunda oleada de trabajadores del INEGI: aún no terminaban de construir el edificio sede y la mayoría de nosotros vivíamos en el Ojocaliente, un fraccionamiento que se encontraba en los confines de la ciudad y a donde a los taxistas no les gustaba llegar, los aguamieleros circulaban en burro por las obras a medio acabar y los fines de semana no era extraño oír a alguien cantando Sábado Distrito Federal

Corría 1988, y el mundo era otro mundo: Reagan comandaba la Guerra de las Galaxias desde Washington, porque, efectivamente, la URSS era aún una realidad territorial e ideológica que tenía expresiones por todos lados, como que ese mismo año se jugó la Eurocopa en Alemania Occidental, es decir, la mitad de Alemania. En octubre, Gorbachov fue elegido presidente del Sóviet Supremo y acá, en diciembre, Salinas llegó a Los Pinos… Nadie hablaba del cambio climático aunque sin saberlo ya estábamos en el Antropoceno, para la mayoría las computadoras eran objetos de uso súper especializado y la alta tecnología hogareña no pasaba de una videocasetera VHS. Los noventa se vislumbraban con esperanza —el primer escaño del Billboard en 1988 fue para Faith de George Michael—, aunque en México la palabra crisis seguía siendo sinónimo de vida diaria. Del Mundial del 86 habíamos salido con una superstición que durante mucho tiempo cargaríamos en el lomo como un tumor, como una pecaminosa certeza colectiva: los mexicanos no sabemos meter penales, porque a la hora de la hora nos da miedo ganar, nos arrugamos. El terremoto de 1985, propulsor de la diasporita chilanga —nuestro humilde éxodo fue para el pantagruélico DeFectuoso lo que un pelo a un gato—, seguía en la memoria de todos. Entonces Aguascalientes era una entidad gobernada por un ingeniero geógrafo a quien cualquiera podía saludar de mano en la calle, uno llegaba al Campestre por el Camino a Las Trojes porque faltaban varios descalabros para que Colosio fuera un mártir revolucionario institucional, a los aguascalentenses les importaba un rábano el fut y todavía menos si ganaba o perdía el Necaxa, no había ni un Sanborns y los videoclubs de barrio proliferaban como piratas en el Caribe dieciochesco… En aquella época remota, en el horizonte de la oferta de consumo simbólico los capítulos de La Tremenda Corte eran garbanzos de a libra, y la cafetería/librería Excélsior en El Parián, un oasis. Ahí alguien, quizá el propio Fernando Rivera o quizá el Choco o un maestro gringo de la UAA con el que ahí llegué a jugar ajedrez o Esquer o el Ginger, me dijo que El Unicornio salía los domingos con El Sol del Centro

— Lo dirige Jesús Gómez Serrano, el historiador. Lo encuentras en el Archivo Histórico del Municipio.

De Gómez Serrano yo ya había leído Aguascalientes, imperio de los Guggenheim (Colección SEP/80, 1982). No recuerdo si el libro incluía o no una semblanza en la que se señalara la fecha de nacimiento del autor, pero, si así era, o no la había leído o no la registré, porque cuando fui a buscarlo al viejo edificio en la calle Juan de Montoro yo esperaba que iba a tener que lidiar con un respetable provecto, tal vez medio sordo y cegatón. Error: la afable persona que me atendió escuchaba y veía perfectamente bien, y si no era un mozalbete, estaba entonces todavía a varias décadas de la tercera edad. Casi no conversamos: si yo quería publicar algo en El Unicornio, había que llevárselo y punto, él lo sometería al Consejo Editorial. Días después entregué mi primera colaboración y la publicaron. Andado el sendero, lo recorrí varias veces, aprovechando la generosidad de Jesús y su banda. Ensayitos, cuentos y luego, emulando una tradición decimonónica, la publicación por entregas, en las páginas tabloides de aquel suplemento cultural salió a la luz una novela que había comenzado a escribir poco antes de acometer la aventura del destierro voluntario, Ojalá estuvieras aquí. Meses después, en 1990, el texto sería publicado como libro, en una coedición de Claves Latinoamericanas —sello editorial fundado por Raúl Macín— y el Instituto Politécnico Nacional.

En Ojalá estuvieras aquí narro algunos hechos verídicamente ficticios que ocurren en torno al terremoto que sacudió a la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985. Catapultado por el terremoto que acabamos de sufrir, exactamente el mismo día, y dado que el librito ya no se consigue, realicé una apresurada edición digital para compartirla vía web. El gran sismo sucedió 32 años después y me encontró de vuelta en la Ciudad de México. Otra vez lo voy a poder contar.






Coda

Creíamos que estábamos muy mal; tembló y se evidenció que estamos peor. Corrupción, negligencia, ineficiencia, impunidad…