Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

viernes, 22 de septiembre de 2017

México asolado

Más o menos hace mil años, fueron conminados por su dios patrono a emprender un largo y penoso andar hacia el sur. Partieron de una isla blanca, “el lugar de las garzas”, en donde, según relata Fernando Alvarado Tezozómoc (c. 1525-1610), habían vivido durante mucho tiempo: “… se hallaban radicados, esparcidos allá en Aztlán, los chichimecas, los aztecas, durante 1014 años, según resulta del cómputo anual de los ancianos; y entonces se vinieron a pie para acá” (Crónica mexicáyotl, 1598). En algún momento del éxodo, su dios tribal, Huitzilopochtli, decide que cambiarán, además de residencia, también de apelativo: “Ahora ya no será vuestro nombre el de aztecas, vosotros seréis mexicas, y allí les embijó las orejas” (Códice Aubin, 1576). Mexicas ya y ya con las orejas embijadas —es decir, teñidas con bija o achiote—, vinieron a erigir su ciudad capital en un insignificante islote situado en medio del “lago de la Luna, el Meztliapan, como se llamaba esotéricamente el lago de Texcoco”…, claro, insignificante hasta el momento preciso en que un ave regia, el águila representante de un colibrí zurdo, el fiero Huitzilopochtli, se posó sobre un nopal para devorar una serpiente. “Allí, donde fue arrojado el corazón del primer sacrificado, allí debía brotar el árbol espinoso, el árbol del sacrificio, que representa el lugar de las espinas, Huitztlampa, la tierra del Sol…” (Alfonso Caso. El pueblo del Sol. FCE, 1953). Así que después de andar a salto de mata por la cuenca de México durante unos 150 años, en 1325 aquellos parias peregrinos decidieron fundar Tenochtitlán. Tendría que pasar otra centuria para que los mexicas, antes aztecas o aztatecas, a partir de entonces también tenochcas, comenzaran su historial imperialista: no sería sino hasta 1428 que conseguirán liberarse del yugo tepenaca de Azcapotzalco, y además, en alianza con Tetzcuco y Tlacopan, someterlo. El centro hegemónico de la cuenca pasó a México-Tenochtitlán, y ahí no se detuvieron sus afanes belicosos: “El pueblo azteca, como todo pueblo imperialista, tuvo siempre una excusa para justificar sus conquistas, para extender el dominio de la ciudad-estado Tenochtitlán —explica Antonio Caso—, y convertir al rey de México en el rey del mundo, Cem-Anáhuac tlatoani, y a México-Tenochtitlán en la capital del Imperio que titulaban CemAnáhuac tenochca tlalpan, es decir ‘el mundo, tierra tenochca’”. De la expansión del poderío del pueblo elegido por Huitzilopochtli dependía la continuidad del mundo: sus conquistas, y los tributos y los sacrificios correspondientes, eran indispensables para que el sol siguiera dando vida. El empuje mitológico resultó a todas luces funcional: cien años después, cuando Cortés azuzó y comandó la rebelión indígena que lo destruiría, el imperio que había comenzado en un yermo islote que ningún otro pueblo reclamaba, el Colhúa-Mexica, alcanzaba las dos costas y había sometido a pueblos más adelantados. La mitología dispensó una coartada simbólica a los aguerridos tenochcas, legitimando, tanto frente a los hombres como ante las divinidades, su marcha imperialista: para ello, conectaron su identidad con la gente de Tula (600-1165) y su cosmogonía con los colosos de Teotihuacán (100-750): “las dos ciudades que precedieron a los mexicas… sirvieron para que éstos las tomaran como referencia inmediata en su relación con lo divino y con la grandeza humana” (Eduardo Matos. Tenochtitlán. FCE, 2006).

Los mexicas creían que Teotihuacán, la misteriosa ciudad en ruinas, había sido edificada por gigantes. De por sí eso ya era un portento, aunque era lo de menos: lo trascendente era que en aquella ciudad los dioses habían creado el sol del maíz, el sol del hombre nahua, su sol: el Quinto Sol, porque antes de ello, se habían sucedido ya cuatro, uno a uno: cuatro eras, cuatro mundos distintos con sendos tipos de gente. Conocemos el mito cosmogónico de los antiguos mexicanos gracias a una serie de documentos testimoniales, entre ellos, el más antiguo y quizá el más importante, la Piedra del Sol. La llamada Leyenda de los Soles es referida también en otros monumentos, en códices e informes de indígenas y religiosos. Destacan la Historia de los Mexicanos por sus Pinturas (c. 1533), el Manuscrito de 1558, el Códice Vaticano (copia hecha en 1563 de uno anterior), los Anales de Cuauhtitlán, la Sumaria relación y la Historia chichimeca de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, y la Historia de Tlaxcala de Muñoz Camargo. Si bien en lo fundamental cuentan lo mismo, presentan algunas diferencias entre sí en el orden de las eras, los cataclismos y las mutaciones que causaron. Roberto Moreno y de los Arcos (1943-1996) elaboró un lectura integradora de todas las fuentes —“Los cinco soles cosmogónicos”. Estudios de cultura náhuatl. UNAM. V. 7, 1967—, según la cual el orden de los Soles sería el siguiente: Tierra, Viento, Fuego, Agua y Movimiento, regidos por los dioses y colores Tezcaltipoca/negro, Quetzalcóatl/blanco, Tlalocatecuhtli/rojo, Chalchiuhtlicue/amarillo y, otra vez, Quetzalcóatl/¿verde?, respectivamente. Al final del primer Sol, Nahui-Océlotl, a los gigantes se los comieron los tigres; cuando terminó Nahui-Ehécatl, los hombres mutaron en monos; la siguiente era, la de Nahui-Quiáhuitl, concluyó y la gente se transformó en aves; la cuarta época, la de Nahui-Atl, acabó y la humanidad se volvió un cardumen inmenso de peces, y el Quinto Sol, el de los mexicas, habría de finalizar con la destrucción total a causa de horrorosos terremotos… El acabose del mundo de los mexicas desembarcó en Yucatán y luego de costear hasta la tierra de los totonacos avanzó tierra adentro hacia el Altiplano; conforme se fue acercando a la gran Tenochtitlán fue ganando fuerza, alimentándose con el encono de los pueblos subyugados.

No sé si México viva hoy un Sexto o Séptimo Sol…, siento en cambio que vive asolado, y que nos urge cambiar de mundo.

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