Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

sábado, 29 de abril de 2017

Enkidu, el salvaje domesticado

El primer súper héroe de la literatura universal, Gilgamesh, era una hombre urbano, residente y regidor de una ciudad, Uruk.

Posible representación de Enkidu.
Relieve en el palacio deDur Sharrukin.
El coprotagonista de la historia, Enkidu, era en cambio un salvaje. Fue creado, en principio para enfrentar a Gilgamesh, por la diosa madre de la humanidad, Aruru, esposa de Marduk: “La diosa Aruru se mojó las manos, y tomó arcilla y empezó a modelarla y a dar forma a Enkidu”. Vivía entre los animales salvajes, pastoreaba a algunos y al parecer era vegetariano —“con las gacelas, en el llano, se alimenta de hierba”—. El encuentro entre los dos colosos ocurre conforme a un plan tramado por el propio Gilgamesh, quien ordena a un cazador que había visto a Enkidu en el campo:
Ve y toma, cazador, una ramera del templo,llévala contigo y deja que venzaal hombre con su poder.Cuando él llegue con sus bestias a beber al aguadero,la mujer deberá quitarse sus vestidosy mostrar su belleza.En cuanto el hombre la vea, deseará poseerla,y su rebaño que medra en el llano huirá de él.
Así ocurre. Enkidu es seducido por la hieródula, con quien pasa sexando “seis días y siete noches”; mientras gozaba a la ramera, “… olvidábase del lugar de su nacimiento”. En efecto, mientras tanto se escapó su rebaño. Enkidu trató de recuperar a sus bestias, pero “no podía correr como antes”. Algo perdió de sus capacidades físicas, pero algo ganó: “su espíritu ahora era sabio, comprendía”. Es entonces que la mujer lo domestica, lo civiliza:
¡Eres sabio, oh Enkidu, eres bello como un dios!¿Por qué andorrear por el llano con las bestias?¡Ven conmigo! Te llevaré a la amurallada Uruk,al gran templo, morada de Anu y de Ishtar,donde vive Gilgamesh, el esforzado héroe,que es como un fiero toro en medio de su genteVen, pues, ¡oh Enkidu!, a la amurallada Uruk,donde la gente bulle en atavíos de fiesta.

Él expresa su acuerdo y, después de que la prostituta lo viste, el salvaje es llevado a la ciudad. El proceso de civilizatorio es representado en el poema con dos o tres trazos: Enkidu come pan y bebe cerveza por primera vez; además
Le cortaron la marañade vello de su cuerpo,se frotó con aceite,como hacen los hombres.
El proceso concluye cuando Enkidu se vuelve en contra de sus orígenes:
Tomó su arma,atacó a los leones,y así los pastores descansaron por la noche.Atrapó lobos,capturó leones,y de los pastores que descansabanEnkidu fue el protector…


jueves, 27 de abril de 2017

3076 años

…ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie,
quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.
Éxodo, 21: 24-25


Persia, desde 1979 —hace cosa de nada—, es la República Islámica de Irán. Irán ocupa hoy la mayor parte de la franja de tierra que hay entre el mar Caspio y el golfo Pérsico. Al suroeste de Irán, muy cerca de la frontera con Irak, se halla Sush; ahí viven actualmente alrededor de setenta mil personas. A las afueras de la pequeña ciudad, se encuentra el sitio arqueológico de Susa. “Las ruinas… ocupan una extensión considerable, pero casi no queda nada de ellas, a excepción de algunas piedras de base y los contornos de algunas estructuras. Su estrato original… era la capital de un pequeño estado que luchó por sobrevivir como entidad independiente… Susa fue conquistada por los acadios alrededor del año 2300 a. C. Posteriormente, aunque logró escapar del expansionismo de Sargón el Grande…, fue conquistada nuevamente, primero por los sumerios y finalmente por Elam, que alrededor del año 2000 a. C. la convirtió en una ciudad completamente elamita…” (Zeeshan Khan, Right to Passage, SAGE, India, 2016).


A mediados del siglo VII a. C., Susa era el corazón de Elam. Unos ochocientos kilómetros al noroeste de ahí se localizaba Nínive, centro neurálgico del imperio asirio y, en aquel momento, la ciudad más grande y desarrollada del mundo. En 653 a. C., el rey asirio Asurbanipal, harto de las revueltas de los elamitas, por entonces aliados con Babilonia, organizó una expedición punitiva. En la batalla de Til-Tuba, sucedida en las orillas del río Ulai —hoy Karkheh—, los asirios masacraron a sus enemigos. Cinco años después, al frente de sus huestes Asurbanipal llegó hasta Susa. Dos milenios y medio más tarde, el arqueólogo Henry Austin Layard encontró en las ruinas de Nínive un prisma en el que Asurbanipal relata:
Susa, la gran ciudad santa, morada de sus dioses, sede de sus misterios, conquisté por orden de Asur e Ishtar. Entré en sus palacios, encontré sus tesoros…, plata y oro, bienes y riquezas de Sumeria, Acadia y Babilonia que los reyes de Elam habían pillado… Destruí el zigurat de Susa. Rompí sus brillantes cuernos de cobre. Reduje los templos de Elam a nada; sus dioses y diosas dispersé a los vientos. Destruí las tumbas de sus reyes… Devasté las provincias de Elam y en sus tierras sembré sal(The Royal City of Susa: Ancient Near Eastern Treasures in the Louvre, 1992).
En efecto, los asirios borraron Susa de la faz de la tierra. En breve lo mismo le pasaría a Nínive: en 612 a. C., Nabopolasar, comandando un contingente de babilonios, cimerios, escitas y medos, arrasó la capital asiria…, para siempre. En cambio, un siglo más tarde Susa reaparecerá en los mapas, porque los persas la reconstruyeron para convertirla en la segunda ciudad más importante en el Imperio aqueménida. Darío el Grande (549-486 a. C.) erigió en Susa su palacio y residencia principal. Poco duraría el control persa: en 330 a. C., el joven macedonio Alejandro Magno atacó y saqueó la ciudad, sacando cuarenta mil talentos de oro y plata de su tesoro. 

Posteriormente, Susa formó parte de los imperios seléucida y parto. Ya en nuestra era, en 116, Marco Ulpio Trajano, primer emperador romano nativo de Iberia, conquistó Susa. Hacia oriente, los romanos nunca avanzarían más allá, y Trajano jamás volvería a pisar su pueblo natal —Itálica, muy cerca de Sevilla—; apenas tendría tiempo de regresar a Roma para morir.

Aunque Susa fue perdiendo importancia política y ganando tranquilidad cotidiana, aún habría de sufrir dos saqueos y destrucciones totales: en 638, por parte de los ejércitos musulmanes del califato de Umar-ibn al-Jattab, y la segunda, en 1218, a cargo de los mongoles de Gengis Kan. En el siglo XV, el sitio estaba prácticamente deshabitado, y a mediados del siglo XIX ya no quedaba ahí ni su recuerdo.

En 1851, William Loftus logró identificar las ruinas localizadas en Sush como la antigua ciudad de Susa. Pero fue hasta 1901, décadas después de la primera ola de rapiña arqueológica, que el francés Jacques de Morgan halló un tesoro de inigualable valor universal, oculto ahí durante 3076 años: una pieza de diorita de más de dos metros de altura que había escapado de la avidez de textos de Asurbanipal y de Alejandro Magno, de la codicia de los romanos, y de la fiereza de musulmanes y mongoles: ¡la estela original del Código de Hammurabi!


¿Qué hacía en Susa la piedra en la que el rey Hammurabi de Babilonia ordenó que se escribieran sus leyes unos 1750 años a. C.? El responsable fue un tal Shutruk-Nahhunte, rey de Elam y fundador de la dinastía Shutru (1185–1155 a. C.). Sabemos hoy de él por el rastro que dejó tanto en la literatura babilonia como en una serie de inscripciones elemitas. “Consolidó su dominio sobre Elam, recorriendo el país y recabando todas las estelas a su paso. Parece haber tenido una pasión especial por esos monumentos, que resguardó en Susa con un registro de cada adquisición. Lanzó un ataque cuidadosamente preparado contra Babilonia, conquistó Sippar ... Entonces tomó Kish y Babilonia… Regresó con un gran botín, incluyendo algunos de los más ilustres monumentos babilonios, estelas de Manishtusu y Naram-Sin de Acadia, así como la gran piedra inscrita con las leyes de Hammurabi” (Gwendolyn Leick, Who's Who in the Ancient Near East. Routledge, 2002). 

Hoy el Código de Hammurabi se exhibe en el Museo de Louvre. ¿Algún día alguien encontrará la estela en las ruinas de París?

sábado, 22 de abril de 2017

El primer libro

De su puño y cuñas, en arcilla y con caracteres cuneiformes, hace más de dos mil seiscientos años, un tal Asurbanipal, dejó dicho:
Yo, Asurbanipal, en el palacio, entendí la sabiduría de Nabu. El arte de la escritura de todo tipo… Leí las sabias tablillas de Sumeria y la oscura lengua acadia…; obtuve mi placer leyendo piedras inscritas antes del diluvio. Lo mejor del arte del escribano, obras que ninguno de los reyes que me precedieron había aprendido, remedios desde la cima de la cabeza hasta las uñas de los pies, selecciones no canónicas, enseñanzas inteligentes…, escribí en tabletas, revisé y clasifiqué, y deposité en mi palacio para leer y leer.
Asurbanipal, el declarante, reinó Asiria en su auge. Fue el último gran jerarca de su dinastía. Murió en 627 a.C., tras haber gobernado 41 años. Con todo, tiempo y tino tuvo para hacerse de una fama que trascendería su mundo, entre otras cosas por haber erigido y dejado ricamente surtida la biblioteca de Nínive —no en balde, el personaje mentado en el primer enunciado de la cita, Nabu, fue nada menos que el dios de la sabiduría y de las artes de la lecto-escritura, tanto para los asirios como para los babilonios—. Se dice que, unos tres siglos más tarde, Alejandro Magno idearía la construcción de su gran biblioteca inspirado en el recuerdo de la gran colección de textos de Ashurbanipal.

John Martin, Fall of Nineveh 
Cuando Asurbanipal reunió su enorme colección de textos mesopotámicos —llegó a tener cerca de treinta mil tablillas—, Nínive, aunque milenaria, era capital del imperio asirio desde hacía solamente una centuria. El gran palacio y los acueductos habían sido construidos por el abuelo de Asurbanipal, el rey Senaquerib, hijo y sucesor de Sargón II. Desgraciadamente para el pueblo asirio, el esplendor de la ciudad fue efímero: las huestes babilonias del caldeo Nabopolasar, apoyadas por los fieros cimerios, grupos de escitas mercenarios y los medos del rey Ciáxares, habrían de atacarla durante el verano de 612 a.C. Luego de tres meses de sitio, los invasores arrasaron Nínive. La devastación de la que en ese momento era la ciudad más grande y desarrollada de todo el mundo fue total: sólo quedaron ruinas dispuestas para el olvido —poco más de doscientos años más tarde, cuando pasa por ahí, Jenofonte describe en su Anábasis los vestigios de la muralla de una ciudad a la que se refiere, erróneamente, como Mespila—.

Tablet V of the Epic of Gilgamesh.
Durante 2459 años Nínive permaneció enterrada, perdida para la historia e imposible de localizar en ningún mapa. Pero un buen día de 1839 ocurrió que un joven británico de futuro prometedor y familia acomodada salió de viaje, en principio rumbo a Ceilán —hoy Sir Lanka—, pero en medio del camino se topó con el Imperio Otomano, y ahí con la que sería la pasión de toda su vida, la arqueología. Su nombre, Austen Henry Layar (1817-1894), hay que recordarlo porque fue él quien, en 1847, desenterró, en las afueras de la ciudad de Musul —hoy en suelo iraquí y en disputa con el Estado Islámico de Irak y el Levante— la ruinas de Nínive, y en concreto, en el montículo Kouyunjik, el palacio del rey Senaquerib y la biblioteca de Asurbanipal. Luego, tocaría en suerte a su compañero y amigo, el arqueólogo caldeo Hormuzd Rassam (1826-1910), encontrar en las ruinas de la biblioteca asiria cierto grupo de tablillas que, según habría de descifrar poco tiempo después el asiriólogo londinense George Smith (1840-1876), contenían nada menos que la narración más antigua de la que la humanidad guarde registro: La epopeya de Gilgamesh. En efecto, en 1872 Smith publicó la traducción de la que hoy se conoce como undécima tablilla del poema, en la que refiere el antiquísimo mito del Diluvio Universal. Claro, la Cristiandad se le fue encima, mientras que buena parte de la comunidad científica internacional lo glorificó. No fue necesario que Smith tuviera que aprender a vivir como un hombre famoso: en su última expedición a Siria, a la edad de 36 años, la muerte lo alcanzó en Ikisji, un pequeño poblado ubicado a unos cien kilómetros al noreste de la ciudad de Alepo.

Ni Asurbanipal ni Alejandro Magno hubieran logrado imaginar los tamaños de la inmensa biblioteca que alberga hoy día la world wide web. Acabo de encontrar en línea La epopeya de Gilgamesh en un documento pdf, editado por Raúl Berea Núñez. Lo destacable del hallazgo, además de la buena factura de la edición, es que se trata de la versión en español de un catalán sapientísimo, Agustí Bartra i Lleonart -me parece que Plaza y Janés publicó este texto a principios de los años 70 del siglo pasado-. Agustí nació en Barcelona en 1908 y falleció en Terrassa, Cataluña, en 1982. Participó en la Guerra Civil Española, peleando por el bando que la perdió, así que en 1939 salió exiliado. Luego de pasar algún tiempo en República Dominicana y Cuba, él y su esposa fijarían residencia en México -cosa que hay que agradecer: él y la escritora Anna Murià i Romaní procrearon una de las mentes más preclaras de este país, el sociólogo Roger Bartra Murià (Ciudad de México, 1942)-. Antecede a la Epopeya de Gilgamesh un lúcido prólogo de Bartra, que no tiene pierde; ahí, afirma: “Todos los temas básicos del hombre en el mundo están presentes en el poema, y de ahí su trascendencia y palpitación”. No agrego más que seis palabras: si no lo has leído, procede.

viernes, 21 de abril de 2017

Libros de viaje

Lengueteado por los danzantes fulgores de una fogata, el hombre que recién ha vuelto después de siete nuevas lunas cuenta a su gente las maravillas y horrores que halló del otro lado de las montañas. Es un héroe, ha sobrevivido lo desconocido...


Los relatos de viaje han sido poderosos artilugios para humanizar nuestro entorno, para ensanchar el mundo, primero, durante casi toda nuestra existencia, gracias al aliento que comunica y luego se disipa en el aire, y después, hace muy poco, por medio del habla almacenada en la materia. Por algo será que la narración escrita más antigua que conocemos, La epopeya de Gilgamesh, en buena medida es un libro de viaje.



sábado, 15 de abril de 2017

Don Giovanni y la Matrix

Neo: Why do my eyes hurt?
Morpheus: You've never used them before.
The Wachowski Brothers, The Matrix.

E' morto per complicazioni respiratorie all'età di 92 anni il politologo e sociologo Giovanni Sartori... Pocas horas después de que el diario italiano Corriere della Sera informara que su editorialista estrella había fallecido, ocurrió lo que últimamente suele suceder no sólo aquí en México sino en el resto de Occidente: primero, el óbito fue deplorado sinceramente por la exigua pero todavía significante capa de ilustrados que no sólo sabían de la existencia del florentino sino que incluso alguna vez lo habían leído; enseguida, algunos twitteros y los usuales del Face actuaron como resonadores en cadena, antes de que los mass media, que aún quedan algunos, dieran cuenta del suceso: un descalabro para el pensamiento liberal contemporáneo, una pérdida devastadora para la Ciencia Política, un menoscabo irreparable de la conciencia crítica del orbe... Y luego de un lapsito de grandilocuencias teledirigidas y debidamente entreveradas entre noticias de calamidades cotidianas y escándalos de siempre, entonces sí se unieron al pésame miles y miles de personas que jamás habían leído una sola línea de don Giovanni… En fin, como dijo el poeta calabrés Antonio Porchia, “se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo”.

Sartori publicó en 1997 uno de los ensayos más pesimistas y lúcidos que he leído en mi vida: Homo videns. La sociedad teledirigida —Taurus editó al año siguiente en español—. En pocas palabras, el pensador dictamina que hoy por hoy el ser humano promedio está involucionando, y que la regresión de nuestra especie está sucediendo, no al lentísimo paso de la evolución natural, sino a la desbocada velocidad de la evolución cultural. No exagero yo en la interpretación, él lo estableció así, tal cual: “el tele-ver está cambiando la naturaleza del hombre”. El tele-ver condiciona el video-vivir, y el homo sapiens está degradándose en homo videns. Además, afirma, el proceso es ya irreversible. Muchos años antes de que la vida sin el Face resultara impensable para hinchadas hordas de jóvenes y no tan jóvenes en todo el planeta, mucho antes de la irrupción de tablets y smartphones, y de que la caja idiota se adelgazara para disfrazarse de televisión inteligente, el italiano pronosticó: “ataco al homo videns, pero no me hago ilusiones. No pretendo frenar la edad multimedia. Sé perfectamente que en un período de tiempo no demasiado largo una mayoría de la población de los países opulentos [y en los no tanto, meto mi cuchara] tendrá en casa, además de la televisión, un miniordenador conectado a Internet. Ese desarrollo es inevitable y, en último extremo, útil; pero es útil siempre que no desemboquemos en la vida inútil, en un modo de vivir que consista sólo en matar el tiempo. Así pues, no pretendo detener lo inevitable”.

Don Giovanni, quien murió en Roma el martes pasado, nació en Florencia, Reino de Italia, en 1924. Ese mismo año cayó el Imperio Otomano, una entidad política fundada en 1299. Ese mismo año murió Lenin, autor de más de una veintena de libros y líder de la Revolución Rusa, y José Stalin se hizo del poder en la Unión Soviética. Ese mismo año Hitler escribió Mi Lucha. Aquel era un mundo inmerso en la Modernidad simbólica que Gutenberg había hecho posible en 1452. También en 1924, la British Broadcasting Company (la BBC) transmitió desde sus estudios en Londres la primera radio-dramatización del mundo, Danger de Richard Hughes. Las comunicaciones humanas seguían pues dominadas por la palabra, la impresa y la hablada. “La radio es el primer gran difusor de comunicaciones —explica Sartori—; pero un difusor que no menoscaba la naturaleza simbólica del hombre. Ya que, como la radio ‘habla’, difunde siempre cosas dichas con palabras”. 

Sartori se apersonó en un mundo sin televisión: apenas un año más tarde, el escocés John Logie Baird lograría transmitir la imagen de las siluetas de James y Stooky Bill, dos muñecos de ventrílocuo, por medio de una televisión mecánica. Sin embargo, no sería sino hasta mediados del siglo XX que aparece la televisión propiamente dicha, y con ella, ahora sí, se da una ruptura drástica: “el hecho de ver prevalece sobre el hecho de hablar, en el sentido de que la voz del medio, o de un hablante, es secundaria, está en función de la imagen, comenta la imagen, y, como consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico… Y esto es un cambio radical de dirección, porque mientras que la capacidad simbólica distancia al homo sapiens del animal, el hecho de ver lo acerca a sus capacidades ancestrales, al género al que pertenece la especie del homo sapiens”. Del anterior razonamiento se desprende la contundente e irrebatible conclusión de que el aparatejo está transmutando a la gente, si no a toda, sí a la gran mayoría: “La televisión no es sólo instrumento de comunicación, es también… un instrumento ‘antropogenético’, un medium que genera un nuevo anthropos, un nuevo tipo de ser humano”.

A Giovanni Sartori le alcanzó la vida para constatar que buena parte de sus predicciones —que no previsiones— se han cumplido. Que haya acertado es meritorio, claro, pero resulta lamentable. La depauperación del entendimiento se ha propagado y profundizado en la medida en la que la que más y más horas-hombres al día se desplazan al tele-ver, actividad ahora potenciada monstruosamente por servicios como Netflix, la Matrix, pero sin cables, de los hermanos, ahora hermanas, Wachowski.

sábado, 8 de abril de 2017

Bagdad, corazón de Occidente

Usted y yo vivimos en un mismo continente civilizatorio: Occidente, un entramado de componentes simbólicos y materiales compartidos en las sociedades europeas y de origen europeo; esto es, en el Viejo Continente y también las sociedades hegemónicas asentadas en América, Oceanía, Sudáfrica e Israel. Occidente se distingue del budismo, de lo africano, del Islam…; en él no caben el chamán rarámuri ni la burka con que deben cubrirse el rostro las mujeres en Kabul, tampoco el sistema de castas hinduista, las lenguas bantúnes subsaharianas, la pagoda de An Quang ni la dieta inuit de los esquimales… Occidental no es lo nativo, lo autóctono, lo indígena, lo aborigen… Obvio: lo oriental es distinto a Occidente.

Dos tradiciones sustentan Occidente: la bíblica-cristiana y la greco-romana, así que sus orígenes geográficos se localizan en tierras aledañas al Mediterráneo, desde el mar de Tirreno hasta el Levante, incluyendo el mar Egeo. Es un medio arco que, desde el punto más austral del Golfo de Áqaba, se abre hacia noroeste, pasa por la Ática y llega hasta la península ibérica.



La tradición bíblica-cristiana tiene raíces profundas en Medio Oriente. La narrativa fundacional de Abraham inicia en Ur, una ciudad que efectivamente existió en Sumeria. Haya o no sido escrito por Moisés, el Pentateuco —libro venerado por todas las religiones abrahámicas— recupera varios relatos mitológicos de la antigua Mesopotamia —por ejemplo, el Diluvio Universal, una historia que aparece ya en el Poema de Gilgamesh y en el Génesis de Eridu—.

Por su parte, el esplendor del cimiento griego tuvo lugar en Atenas, durante el Siglo de Pericles. El período fue etiquetado así en referencia al liderazgo del estratega que comandó la victoria helena contra los persas en 479 a.C., y quien gobernó al Imperio Ateniense del 461 al 429 a.C. Pero la luz que emana el genio griego desde entonces tiene poco que ver con las armas…

Una chispa en la historia: en muy poco tiempo y en un territorio restringido, sucedió una portentosa revolución cognitiva: el logos se inmiscuyó en todo y tomó las riendas. Un puñado de seres humanos enarboló el postulado de que el universo es racional y comprensible, y dado que el hombre es un ser racional, podemos y debemos comprender el mundo, incluidos nosotros mismos. Eso mismo defendieron Hipócrates en cuanto al cuidado del cuerpo, Heródoto en el ámbito del resguardo de la memoria colectiva, Fidias en el de la escultura, los dramaturgos Esquilo, Sófocles, Aristófanes y Eurípides en el del pensamiento narrativo… Pero el gran protagonista de la Época Dorada griega fue sin duda un filósofo.

Informa el tuerto Timón el Silógrafo de Fliunte (c. 320-230 a.C.) —quien según Antígono de Gónatas, rey de Macedonia, fue un tipo demasiado beodo y poco ecuánime—, que el padre de Sócrates, un señor llamado Sofronisco, se ganaba la vida como cantero. En cuanto a la madre, en el diálogo Teeteto de Platón, el propio Sócrates afirma que era partera. El caso es que nació en el 470/469 a.C. en el demo ateniense de Alopece, y moriría setenta años después autoejecutado vía ingesta de cicuta. Sin traer a cuento pormenores, digamos que el hijo de Fainarate y Sofronisco fue el primer filósofo: logos “antes de Sócrates significaba simplemente charla, palabra; pero… a partir de él tiene en toda la filosofía un sentido que primordialmente es la razón que se da de algo…” (Manuel García Morente, Obras completas, II. Anthropos, 1996).

La fuerza del logos fue enseñanza bien aprendida y desarrollada hasta alturas ideales por el mejor alumno de Sócrates, Platón (427-347 a.C.). 43 años menor que su maestro, el también ateniense —aunque hay quien sostiene que fue isleño, natural de Egina— fundó una escuelita, la Academia, que perduraría casi un milenio, en la que tuvo a su vez aprendices, de entre los cuales, indiscutiblemente, quien resultó más ducho fue un forastero.

Aristóteles (384-322 a.C.) nació en Estagira, ciudad ubicada al sur de Macedonia, en la costa noroeste de la península de Calcidia. Nicómaco, su padre, era médico y cercano a Amintas II de Macedonia. Durante toda su juventud y primera vida adulta, de los 18 a los 37 años, residió en Atenas, aprendiendo de Platón. Según Diógenes Laercio (Vida de los filósofos ilustres), “tenía las piernas delgadas”, condición que no impidió que le gustara filosofar caminando, de ahí que le apodaran el Peripatético. No es ocasión detallar la obra del estagirita. El hilo del relato requiere sólo que recordemos quién fue su alumno más afamado: a diferencia de Sócrates, quien le pasó la estafeta a Platón y éste a él mismo —de filósofo a filósofo a filósofo—, Aristóteles tuvo un pupilo guerrero.

Contratado por el rey Filipo II, alrededor del 343 a.C., Aristóteles fue tutor del joven Alejandro III de Macedonia, quien jamás superaría la juventud pero en cambio sí lograría agenciarse el epíteto de Magno —Μέγας Αλέξανδρος— luego de haber conquistado todo su mundo y más allá.


Entre 335 y 324 a.C., Alejandro logró el control de todas las polis helénicas, conquistó Egipto, Asia Menor, el poderoso Imperio Persa, Asia Central y llegó a las puertas de la India. De vuelta de sus remotas campañas, se instaló en el palacio de Nabucodonosor II y decretó que Babilonia fuera la capital de su enorme imperio. Entonces, la que sería la civilización occidental se había expandido hacia el oriente del Mediterráneo y tenía por capital la ciudad que actualmente es Bagdad. ¿Cómo sería hoy el mundo si la muerte no hubiera tomado por sorpresa a Alejandro Magno el día 10 de junio de, sin haber cumplido 33 años de edad? Difícilmente usted y yo nos consideraríamos occidentales.

miércoles, 5 de abril de 2017

Las razones de Syssigy*

¿Cómo puede explicarse que ahora mismo, en el camellón de Reforma, un rey gigante, triunfante y prepotente, sostenga a más de ocho metros de altura un enorme pez que si bien ya fue pescado mantiene una manifiesta expresión de jolgorio? Hablo de un típico osteichthyes, que desde su corporeidad de bronce, se proyecta vivito y coleando: pez ya pescado, pescado y sin embargo pez. La aparición quizá pudiera comprenderse acudiendo al cruce de varias historias.



Había una vez un barbón que antes de mayo de 1864 no tenía la menor idea de a qué sabía un tlacoyo de maíz azul de habas con quelites. Sus padres oficiales, Francisco Carlos y Sofía de Baviera, le pusieron por nombre Ferdinand Maximillian Joseph… Oficiales decimos porque de que doña Sofía era la madre, ni cómo dudarlo, pero en cambio, la paternidad de Francisco Carlos sí que muchos la dejan entre signos de interrogación, ya que según las malas lenguas, que desafortunadamente suelen no errar, el verdadero papá de Maximiliano fue el Duque de Reichsdtat, un fulano al que le decían El Aguilucho y también Napoleón II, ya que tuvo por gracia ser hijo de su padre: Napoleón Bonaparte I. Y ya que de Napoleones hablamos, hablemos, mal, de Carlos Luis, otro de la casa Bonaparte, quien pasó a la historia como Napoleón III, y no por ser nieto del primer Napoleón Bonaparte que gobernó Francia –más bien era su sobrino–, sino precisamente por ser el tercero de la dinastía Bonaparte, de origen italiano, en llegar al trono de los galos; pues éste Napo fue, entre otros, el culpable de que el barbón aquél ignorante del sabor del tlacoyo azul de habas con quelites llegara a costas veracruzanas con la firme intención de gobernar, en calidad de emperador, los destinos de México.

Y también hubo una vez una princesa que se casó con un rey, con quien procreó una hija, justo diez años antes de morir de tuberculosis. La niña llevaría un nombre extenso y alcanzaría, a diferencia de su madre, la longevidad: decrépita y deschavetada, Marie Charlotte Amélie Augustine Victoire Clémentine Léopoldine de Bélgica moriría en el Castillo de Bouchout a los 86 años.

Juntos, Maximiliano y Carlota trataron de imponer su aristocrática voluntad en estas tierras en las que buena parte de la población sí sabía disfrutar de los sabores del tlacoyo, pero no pudieron, no del todo: al menos, eso sí, dejaron un bonito bulevar que hoy se llama Paseo de la Reforma, apelativo de resonancia versallesca con que los liberales triunfantes designaron al Paseo de la Emperatriz que Maximiliano mandó hacer en la Ciudad de México en honor de su señora, la pobre Carlota Amalia de Bélgica. Ahí mismo, 141 años después de que los tercos republicanos comandados por un indígena zapoteco versado en derecho fusilaran en el Cerro de las Campanas al efímero segundo emperador de México, me encontré con el fragmento de una carta que cuenta el inicio de otra historia y da cuenta de otra pieza del rompecabezas:

De una carta a Remedios Varo(9_9-9-9-9-9-9-9(*)QQ-9,9=QQ9) Lo que quiere decir: dos antílopes menos una colmena de abejas salvajes multiplicados por una docena de monstruos de chocolate del siguiente modo: Mi madre, una radiante desposada arrojada a una desesperación languideciente por la frialdad Anglo-Británica de su marido, deambuló una noche iluminada por una luna creciente hasta los laboratorios conyugales situados en los lujosos establos que componían la finca familiar. Estos laboratorios eran el sitio favorito de los juegos interseminales de mi tío abuelo Julep-Edgworth.
Cansada de deambular pesarosa por la tristeza y el chocolate, los faisanes rellenos, el puré de ostras ‘a la creme’ y otras delicadezas del estilo que englutía sin parar para llenar el vacío que le producía la actitud helada de su marido, se tumbó lánguidamente sobre un artilugio especial que tomó por un sillón. Imagina este artilugio especial, era precisamente el último invento de mi tío Julep. El artefacto de gran precisión estaba lleno hasta los topes de novecientos galones cuadrados de secciones seminales de todos los animales machos de la propiedad. No sólo de los magníficos sementales árabes, los cerdos reales, los pequeños gallos y los inmensos coq-au-vin sino también de erizo tras erizo terriblemente mezclado con las de murciélagos y patos comunes, muy ordinarios. El tacto me impide relatar las reacciones bioquímicas de mi madre. En breve, una panza hinchada que creció y creció hasta que en su punto más álgido era de una magnitud terrorífica y estalló con tal temblor que se oyeron las vibraciones a lo largo y ancho de la isla. 
Así nació yo.
El resultado de la ecuación es correcto: el mismo día que Estados Unidos decidió meter su cucharón en la I Guerra Mundial, el 6 de abril de 1917, nació Leonora Carrington. La isla a la que se refiere, but of course, es la mayor de las británicas, Inglaterra. La madre, tan bien narrada, fue una irlandesa, igual que Mary Cavanaught, la nana a quien muy probablemente deberíamos agradecer el que, desde niña, Leonora comenzara a poblarse de fabulosos mitotes, de origen celta en este caso.

Entonces ya no parece tanta casualidad que el Fisher King de doña Leonora se erija encarando a la deidad de piedra que resguarda la entrada del Museo de Antropología e Historia, monumento este último del decadente nacionalismo posrevolucionario, menos si recordamos que, según don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el tal Tláloc, el dios mexica del agua representado en el monolito de Coatlinchán, fue también rey de los quinamentiun pueblo de gigantes que habitaron el Valle de Anáhuac mucho tiempo antes que llegaran los aztecas.


Con todo, no faltará el que rezongue que la mocosa atolondrada que jugó en Crooksey Hall, la británica Leonora, tampoco llegó al mundo con mucha idea sobre sabores ultramarinos, ya no digamos de los que le esperaban del otro lado del Atlántico, vamos, ni siquiera de los que tenía ahí nomás cruzando el Mar del Norte…, el cual, dicho sea de paso, a ella le quedaba al sur. Pues sí, al igual que los archiduques de Austria, seguro que la Carrington no pudo haber tenido noticia de las delicias del tlacoyo azul, color que por cierto no le viene de tintura alguna, sino de su base sustancial, el maíz azul, particularmente de las antocianinas con las que la planta se protege de los rayos ultravioleta. Tampoco podría andar uno suponiendo que, siendo aún una escuincla, hubiese sido informada en alguna de las escuelas de las cuales en su momento fue expulsada de que “quelite” no es otra cosa que una castellanización del “quilitl”, genérico con que en náhuatl puede uno referirse al follaje tierno de algunas plantas que, ya sea cocido, crudo, hervido o guisado de cualquier otra forma se come, como por ejemplo los sabrosos huazontles. Ciertamente, Leonora Carrington pasó los primeros años de su vida en Europa ajena a la plétora de creaturas que en México vendría a encontrarse, como su loca majestad Carlota, tal cual, con la diferencia, entre otras, de que a la prima de la reina Victoria de Inglaterra su ignorancia de la herbolaria mexicana muy probablemente le costó la razón, porque si bien no del todo comprobada, más que probable resulta la versión de que la emperatriz perdió el juicio no de manera espontánea sino porque, dizque para sanarle la infertilidad que padecía, una curandera, partidaria la muy canija de don Benito Juárez García, la hizo consumir generosas cantidades de teyhuinti, un honguito, vacilador como otras tantas hierbas y platas sobre las cuales, siglos antes, el franciscano Bernardino de Sahagún ya había alertado: “los que las comen… sienten vacíos del corazón y ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa…”

Y si hablamos de advertencias respecto al poder enloquecedor de los hongos llamados teyhuinti, otro gachupín, él médico de oficio, fue más preciso: “… cuando son comidos no causan la muerte pero causan una locura a veces durable… Son de color leonado, amargos al gusto y poseen una cierta frescura que no es desagradable”. Tanta sapiencia la debemos al toledano Francisco Hernández, quien en 1570 fue comisionado por el mismísimo Felipe II a cruzar el Atlántico para que estudiara la Gea, la Fauna y la Flora del Nuevo Mundo. El susodicho jerarca español, apodado El Prudente, sabiendo que al facultativo real bien le funcionaba la mollera y que además era de espíritu curiosón, decidió otorgarle el título de Proto-Médico de las Indias y pedirle que se trepara a un navío para que se lanzara en pos del conocimiento sobre las maravillas que allá —acá para
uno— aguardaban a sus ibéricas majestades. Siete años después de turnada la encomienda, regresó Francisco Hernandez a Madrid, seguramente algo más avejentado pero feliz de cargar bajo el brazo el producto de su esfuerzo: 17 volúmenes, siete textuales y diez con ilustraciones elaboradas por indígenas; la dicha se le iría apagando conforme fueron pasando los meses y su obra permanecía en calidad de manuscrito inédito, para colmo atrapado en la biblioteca de El Escorial, tal como quedó hasta el día de su muerte. Eso sí, mayor tristeza hubiera experimentado el pobre galeno de haber vivido para saber que en 1671 un incendio daría al traste a prácticamente toda la biblioteca de El Escorial…, y se anota así porque algo quedó… En 1790, a partir de una copia manuscrita de la obra se publicó al menos la parte alusiva a la botánica con el título De Historia paltarum Novæ Hispaniæ, y ahí, con todas sus letras, el doctor Hernández alerta que el consumo del teyhuinti: “… hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases…”

Si doña Carlota comió una cantidad suficiente de teyhuinti para ganar la sinrazón es un misterio, tanto como lo es determinar con certeza a qué hongo se refería el docto toledano Francisco Hernández… ¿Será acaso el travieso teonanácatl (Psilocybe aztecorum)? ¡Sabrán los demonios!, porque sucede que como ése, catalogados ya hay más de 180 especies de hongos que contienen psilocibina (C12H17N2O4P), el alcaloide de efectos psicotrópicos al que en un momento dado podríamos achacar los alucines de la fallida emperatriz de México.

El caso es que sin necesidad de meterse ni medio gramo de psilocibina, en estos días no ha faltado el incauto que, transitando el antiguo Paseo de la Emperatriz a jaloneos y empellones a bordo de un colectivo, probablemente con la mirada clavada en el escote de alguna acompañante o en la sección de empleos del Aviso Oportuno, apenas con el rabillo del ojo alcance a ver entre los árboles del camellón un presencia inquietante: casi mimetizado, un extraño monigote, tal vez tocando un arpa con forma de pajarraco o quizá acariciándole al supuesto plumífero una panza más bien inexistente… “¡Chale, qué hongo!”, soltará el sorprendido observador, y hasta puede que trate de convencerse a sí mismo de que aquello no fue más que una alucinación, porque hoy no le ajustaron los pesos ni para una guajolota.


Pues resulta que no son ni una ni dos ni tres las apariciones que sobre el camellón de Reforma se van sucediendo una tras otra desde Chapultepec hasta la Zona Rosa, son en total 17 y van desde el gigantón Fisher King hasta una pieza de poco menos de un metro, todas obra de una nonagenaria que en 2008 viene a recordar a quienes hayan osado olvidar, ¡tantos!, que la realidad podrá no ser, o ser muchas cosas, menos, claro, lo que aparenta. Para no ir más lejos: diga usted si puede creer que realmente sea un horno lo que a la letra se presenta como el Horno de Simon Magus, una pieza salida del horno apenas en 2007, dispuesta en Reforma casi esquina con Gandhi, y guardada en la memoria de la Carrington como la estufa de una cocina inglesa desde hace casi un siglo, una escultura que en el nombre lleva la penitencia, porque siendo horno y perteneciendo al truquero aquel por quien simonía se llama el pecado de querer comprar favores espirituales con cochinos dineros, ¡guácala!, Simón de Gitta, un pecador no de poca monta si recordamos que para muchos de los cristianos primitivos fue nada menos que la reencarnación en forma humana que Dios usó para descender a este tormentoso mundo para rescatar a Ennoia, su primer pensamiento. Simon Magus, dicen, hacía ladrar a los perros de piedra y hablar a las esculturas, de donde se desprende que no resulta demasiado arriesgado creer el relato de la cuarteta de amigas antreras que el Sábado de Gloria pasado, saliendo de un guateque que terminó afresándose, se fueron muy frescas a transitar Reforma en busca del cocodrilote de piedra que una de ellas juraba haber visto por ahí, para encontrarse en cambio el rostro de un vejete saliendo en forma de humo de un estufón para agarrar vuelo hacia el cielo defeño; no sería su primer vuelo, y si no ¡a los anales!


Si el itálico Napoleón gobernó Francia en el siglo XVIII, hace unos dos mil años un oriundo de la Galia gobernó el Imperio Romano, es decir, no solamente la península con forma de calzado sino el civitas orbi de aquellos años: Tiberio Claudio César Augusto Germánico, Claudio a secas para la posteridad, el Emperador a quien tocó en suerte conocer al tal Simón de Gitta, aunque de mala forma porque según el apócrifo Los Hechos de Pedro el hechicero aquel tenía la maña de levitar para probar a los incrédulos sus carácter divino, espectáculo que montó en Roma ante Claudio, pero con el mal tino de hacerlo en presencia de dos apóstoles oficiales, certificados, San Pedro y San Pablo, quienes, para desprestigiar a la competencia desleal, alzaron sus plegarias al dios verdadero rogándole que impusiera orden, petición que fue atendida puesto que la gravedad actuó de nuevo sobre el pobre Simon Magus, quien dejó de volar y luego del costalazo correspondiente se rompió las piernas, poca injuria si se considera que acto seguido la muchedumbre de la urbe más civilizada de la Antigüedad Clásica procedió a apedrearlo hasta dejarlo en calidad de materia inerte. Gian Paolo Lomazzo, un manierista neoplatónico, pintaría en 1571 en la iglesia de San Marco, en Milán, La caída de Simon Magus; luego se volvería ciego y –significativo– crítico de arte y escribiría un tratado de la pintura en el cual buscaba dar respuestas a una interrogante que, qué esperaba, sigue abierta: cómo entrarle con decoro al reto de representar estéticamente la realidad. Pues a lo largo de los aproximadamente 300 metros que distan entre el Tláloc y la calle de Gandhi más de 30 Carringtons fabulan para nuestros ojos la realidad: ampliaciones generosas de los cuadros de tímidas dimensiones que doña Leonora ha creado a lo largo de su vida. Y en muchas pinturas uno puede encontrar personajes conocidos, precisamente por ya haberlos atisbado en el camellón; por ejemplo, en Los amantes (1987), uno mira cómo miran a la pareja encamada y aparentemente encondonada en rojo y azul, y en esos monos que parecen monjas que parecen dedos percibe uno el mismo estilacho fantasmagórico que tiene el trío de aire encapotado que no se digna a tirarle un lente a la cartelera del Museo Rufino Tamayo, ni por tenerla ahí nomás a un lado.

La colección de obras carringtonianas que en plena vía pública pueden apreciarse se debe al tino museográfico de Isaac Masri y a la curaduría de Juan Álvarez del Castillo, y, claro, al apoyo en billete y centavos del gobierno del Distrito Federal. Es verdad que, con la ansiedad copándoles toda la mirada, algunos chilangos se pasan de largo como el Atrapacuervos (1990), pero la mayoría no puede evitar frenarse para tratar de entender las razones expuestas en la serie de alegorías de colores que Leonora Carrington plantea, traviesa, en sus pinturas. Y como para dar una ayudadita a los espectadores, sobre todo a los expectantes, particularmente a los muchos para quienes el mundo anda cada día más escaso de entendederas, los encargados del montaje juzgaron apropiado dejarle una caja de luz completita a un aforismo con que la propia artista da pista certera: “La razón debe conocer la razón del corazón y todas las demás razones”.

Haciendo caso al dicho de la pintora habrá que aceptar que, efectivamente, hay razones suficientes para que el enorme pescador de bronce se mantenga altivo sobre el Paseo de la Reforma, firme y dizque inanimado, haciendo como que no oye a la señora que a sus espaldas pone punto final a la improvisa conferencia que acaba de dictar a su numerosa prole sobre el carácter fantástico de las piezas que acaban de ver:

— O sea que la señora pintó cosas que no son de verdad, ¿verdad?, sino que puras ocurrencias de su imaginación de ella, ¿verdad? Ondas de los sueños y de la fantasía, para que me entiendan —concluyó doctoral la ñora, para que la mayorcita de su descendencia, una chavita escuálida enfundada en unos pantalones de mezclilla y en su adolescencia repelona, le revire muy sabionda–:

— Ya sé. Si en un letrerote decía que era subrrealista.

Debo entonces entender que hay razones para que no sólo el Fisher King tenga que morderse una inexistente glándula para no voltearse y corregir a la mocosa —"¡Surrealista, no subrrealista, niña babas!"—, sino también yo, a quien me tocó en suerte ser testigo de aquel debate callejero, en el cual el chavito de cara más malora intervino para compartir con su familia su hipótesis:


— Para mí que la ruca se echaba sus churros.

Difícil mantenerse al margen para no espetarle al irrespetuoso aquel que no hablara en pasado de doña Leonora Carrington, porque ella sigue vivita y pintando…, además ni tiempo hubiera tenido, porque, experto en el peloteo de las discusiones con su madre, el chamaco cambió de juego:

— Oiga, jefa, móchese con unos tlacoyos, ¿no? Ellos agarraron camino hacia la estación Chapultepec del metro, la exposición ahí quedó y no se irá sino hasta el 31 de octubre, y a ti lector aquí te dejo leyendo lo que, hará cosa de un año, en la Galería Croquis, también en la Megaloca, y frente a la vital anciana aludida, Alberto Blanco, confianzudo, afirmó: “a Leonora no le interesa la fantasía, le apasiona en cambio la complejísima realidad. Solamente una artista con los pies bien plantados en la realidad como Leonora Carrington habría podido internarse en los laberintos de la mente sin perderse en ellos”.

* Texo originalmente publicado en la revista Parteaguas. Verano de 2008.