Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

jueves, 25 de septiembre de 2014

El misterio del niño perdido

¿Quién hubiera podido figurarse en 1974 que Sasha Montenegro y José López Portillo algún día irían a contraer nupcias? Entonces, aunque seguramente todavía nadie lo veía como el bueno para ocupar La Grande, él ya despachaba como secretario de Hacienda y Crédito Público. Por su parte, Alexandra Acimovic Popovic, portando su nombre artístico, aquel año filmó varios largometrajes: la Montenegro apareció en cintas como Santo y Blue Demon contra el doctor Frankenstein, Peregrina y Los vampiros de Coyoacán, producción esta última con la cual se alcanzaron niveles estratosféricos de inverosimilitud chabacana para erigir un monumento más al kitsch mexicano. En la película actuaron, además de la señora Sasha —quien después estelarizaría también El sexo me da risa, Muñecas de media noche y El pájaro con suelas, entre otras muchas joyas filmográficas nacionales—, Mil Máscaras, Superzán (sic), Carlos López Moctezuma y Germán Robles, quien en esta ocasión, raro, no personificó al vampiro malora, sino al científico open mind que junto con los luchadores enmascarados combate a catorrazos a los tenebrosos chupasangres. También en 1974, en plan un poco más serio, Germán Robles participa en un cortometraje dirigido por Raúl Araiza, Hernán Cortéz —así, con zeta, vaya usted a saber por qué—. Y, claro, ya luego nada más hay que dejar que pase el tiempo para que los vectores comiencen a intersectarse: el Hernán Cortés que aparecería en monumento que López Portillo, ya presidente de México, ordenó instalar en el centro de Coyoacán tenía precisamente las facciones del vampiro más famoso del cine nacional: efectivamente, el actor Germán Robles posó en 1981 para que el escultor Julián Martínez Soros tuviera un modelo a partir del cual representar al conquistador extremeño. El conjunto escultórico integraría a otros cuatro personajes: además de don Hernando, están doña Marina, el hijo de ambos, Martín, un león y un águila.



Consecuente con lo que presenta, la obra fue llamada Monumento al Mestizaje… Sin embargo, poco le valió la nomenclatura: mucha gente apreció en aquel grupo de estatuas un homenaje no al producto de los amoríos entre españoles e indias, es decir, a nosotros mismos, sino un tributo a Hernán Cortés, el feroz mercenario que al frente de una partida de gachupines barbajanes y codiciosos llegó de Europa a hacernos la mal obra de conquistarnos. Las protestas no se hicieron esperar en Coyoacán. De la Madrid, El preciso entrante, alzó las cejas y se dispuso a dictar un correctivo moral. La intelectualidad se alineó con los pareceres del nuevo tlatoani y se le fue a la yugular al hispanismo descarado del saliente mandatario: “Cortés representa la conquista militar y el genocidio. En mi opinión ningún conquistador merece una estatua…”, declaró en perfecto español el historiador y politólogo Gastón García Cantú. A lo lejos, en La Colina del Perro, el silencio del expresidente era estridente. Corría pues el año de 1983 —la señora Sasha seguía esforzándose por encumbrar el séptimo arte grabando cintas como La golfa del barrio, Chile picante y Se me sale cuando me río— cuando, por órdenes del presidente Miguel de la Madrid Hurtado, el multialudido conjunto escultórico fue retirado del centro de Coyoacán…


El Monumento al Mestizaje sigue en el Distrito Federal, de hecho en la misma delegación Coyoacán: sin ningún ceremonial mediante, casi a hurtadillas, fue arrumbado en el Parque Xicoténcatl, uno de esos inverosímiles huecos urbanos, escondidos para la mayoría y que casi nadie visita. El lugar se encuentra a un lado del Circuito Interior Río Churubusco, entre División del Norte y calzada de Tlalpan, en el costado sur, a unos metros del Museo Nacional de las Intervenciones. El pequeño espacio arbolado está bardeado, de tal manera que uno tiene que ingresar por un pequeño portón ubicado sobre la calle Xicoténcatl, casi frente a la Escuela Nacional de Conservación “Manuel del Castillo Negrete”. Unos cuantos pasos más adelante, frente a una fuente de azulejos, permanece arrinconado el conjunto escultórico, sobre un burdo pedestal de no más de medio metro: al centro, la pareja: Cortés, barbado, de pie y con el brazo derecho a la espalda, y a su izquierda, sentada, la Malinche, quien viste un huipil. Ella es una mujer de finas facciones, aunque no reconozco en el personaje a la modelo. En Cortés, el rostro de Germán Robles es inconfundible.


Tanto el actor como el escultor nacieron en España: Robles en Gijón (1929) y Julián Martínez Soros en Valencia (1921). Quizá la mujer que posó para personalizar a Malinalli fue mexicana, pero dudo que haya sido una indígena. Flanquean a las dos figuras un par de animales: junto al extremeño, un hermoso león, echado y con las fauces abiertas; y a un lado de la Malinche un águila enorme, descomunal. Completa el conjunto, según registro fotográfico, un niño de unos dos o tres años de edad; aparece en primer plano, entre sus padres. El chamaco observa y señala con la diestra hacia el frente, quizá hacia el futuro; y si sus progenitores se exhiben cada uno con las vestimentas propias de sus sendas tradiciones, él, mestizo de primera generación, no puede sino mostrarse desnudo. Y digo esto según registro fotográfico porque el niño Martín Cortés, el varón primogénito del conquistador de México, ha desparecido, quiero decir, su representación en bronce. La estatua del pequeño ya no está, sólo queda el hueco que evidencia su ausencia. En efecto, el mestizo mexicano por antonomasia ha sido birlado.



domingo, 14 de septiembre de 2014

Coyoacán: rumbo al misterio del niño perdido

Bien pudo haber ocurrido que los antiguos mexicanos se hayan inventado un bonito y práctico mito fundacional, tramando el relato de un heroico pasado migratorio —con todo y el climático cierre del águila devorando a la serpiente—. Pero supongamos que todo aquello no es sólo ficción, supongamos —como muchos historiadores serios defienden— que los aztecas realmente provenían del norte; en tal caso, habrían salido de un lugar llamado Aztlán-Chicomóztoc hace poco menos de un milenio —en el año 12-Caña, esto es, el 1057, según cuenta en su Crónica mexicáyotl el nieto del penúltimo y efímero emperador tenochca, Cuitláhuac, don Hernando Alvarado Tezozómoc (c. 1530-1610)—. En dado caso, llegaron al valle de Anáhuac en 1215, y debieron de haberlo hecho como Novo imagina: “indigentes y desvalidos como refugiados”. Luego de andar dando tumbos, se asentaron en Chapultepec (1272), pero menos de cincuenta años después los tepenacas los sacaron a patadas del bosque. Luego los colhuas les permiten vivir en los terrenos pedregosos de Tizapán, “en la esperanza de que allá perecieran comidos por las serpientes” —relata Novo—, cosa que no sucedería: “los mexicanos se alegraron grandemente en cuanto vieron las serpientes, y las asaron y cocieron todas, y se las comieron. Grande fue el disgusto de Coxocoxtli al enterarse de que el hombre había mordido al perro; pero todo lo que se le ocurrió frente a esa ofidiofagia fue retirarles el saludo a los mexicanos…” Poco tiempo después terminaría por fin el peregrinar azteca: en 1325, contando con la venia del poderoso señorío tepenaca de Azcapotzalco, en un pequeño islote fundan México-Tenochtitlán, en su origen, un humilde caserío, y a la postre una de las ciudades más grandes del mundo. Los antiguos mexicanos vivirían sojuzgados poco más de cien años, incluso guerreando para Tezozómoc, gran señor de los tepenacas, para quien conquistaron Culhuacán. En las primeras décadas del siglo XV las cosas cambian: en 1428 “Nezahualcóyotl tuvo el quirúrgico gusto de arrancar con sus propias manos el fiero corazón de Maxtla”, hijo Tezozómoc, y primero señor de Coyoacán y luego usurpador del trono de Azcapozalco. Si el tlatoani-poeta texcocano había hecho su chamba en el norte, quien por entonces despachaba como el tlatoani en Tenochtitlán, Itzcóatl, cumplió con la suya en el sur… Salvador Novo, asumiendo plenamente su ascendencia coyoacanense, narra: “los tenochca… nos declararon la guerra —y nos dieron en toda la torre. Conquistando así Coyoacán, fue fácil para los mexica adueñarse de Tenayuca, Churubusco, Mixcoac, Tacubaya, Cuajimalpa, Tlacopan y Tecoan. Esto es, trazar, como quien dice, la trayectoria de un primer ‘anillo periférico’” (Breve historia de Coyoacán, 1967).



Coyoacán era pues parte de los dominios de la Triple Alianza cuando Hernán Cortés logró concretar la conquista del imperio Culhúa-Mexica, usando bergantines, caballos, perros, pólvora y unos cientos de soldados gachupines, pero sobre todo echando para ello al frente una marabunta embravecida de casi ciento cincuenta mil indígenas, todos ávidos de vengarse de sus opresores, los aztecas. Para 1521, había pasado ya casi una centuria de que tenochcas y texcocanos arrebataran la hegemonía del Anáhuac al señorío de Azcapotzalco. El capitán Malinche había encontrado aliados desde que desembarcó en el Golfo y también conforme fue acercándose a la ciudad gobernada en aquellos tiempos por Moctezuma Xocoyotzin. Coyoacán no fue la excepción, y además el sitio le gustaba mucho al extremeño, de tal forma que luego de la caída de México-Tenochtitlán para allá se fue con sus principales: “O sea que Coyoacán comienza a ser noticia de primera plana desde que Cortés la elige por residencia y cuartel general, mientras hace furiosamente destruir a México con el cuerdo objeto de hacerla furiosamente reconstruir. Entre una y otra acciones, pasan buenos dos años, mismos que el laborioso capitán emplea en solazarse en lo que considera su villa”. Los solaces a los que se refiere Novo “fueron de varios géneros. Muchos, del femenino”. En efecto, hasta allá y desde Cuba lo alcanzaría su primera esposa, doña Catalina Xuárez de Marcayada, quien reapareció en la vida de su cónyuge, aunque solamente por un breve período, porque, como se recordará, la pobre no pasaría viva la noche de Todos los Santos de 1522. Imposible saber qué hubiera sucedido si Xuárez no hubiera muerto —asesinada por el propio marido, según acusación de María de Marcayda—. Lo que sí se tiene por cierto es que en alguna de las habitaciones de la casona que Cortés dispuso en Coyoacán para doña Marina ambos, el conquistador y su lengua —su intérprete, se entiende—, debieron de haber concebido al mestizo por antonomasia, don Martín.

Sirva todo lo narrado hasta aquí nada más para echar cimientos a la siguiente afirmación: cuando en 1981 mandó poner en pleno zócalo de Coyoacán un conjunto escultórico que recordaba a Cortés, doña Marina y el niño Martín, puede que le haya fallado el tino político al entonces presidente de la República José López Portillo, pero nadie podrá alegar con razón que la decisión careciera de fundamento histórico. Con todo, no fue necesario que transcurrieran muchos días para que la realidad abofeteara el intento de lopezportillano de reivindicar la memoria de Cortés: tan pronto asumió la Presidencia, el nuevo tlatoani, Miguel de la Madrid, mandó quitar de la principal plaza coyoacanense el monumento en cuestión, declarando que era un despropósito honrar a un genocida. ¿Y a dónde fueron a parar? El destino del conjunto plástico es misterio que tengo ya resuelto. Quede para la próxima…



sábado, 6 de septiembre de 2014

Eje Central: rumbo al misterio del niño perdido

También sobre avenida Juárez, ahora caminas desde López hacia el Zócalo. En la siguiente esquina toparás con el punto vial con más cruces peatonales por minuto de todo el país: ahí, en el encuentro de Juárez y Lázaro Cárdenas, mientras esperas junto con un enjambre de transeúntes el cambio de luces del semáforo, te preguntas qué diablos celebraremos en México el próximo 18 de marzo… Claro, a los Frigidianos, Eucarpios, Cirilos y Salvadores. 

En el sur, el Eje Central Lázaro Cárdenas, la vialidad que atraviesa buena parte de la mancha urbana central de la Ciudad de México, nace en Ajusco y Vistahermosa, a unos metros del Circuito Interior, que por allá lleva el nombre de Río Churubusco, y después de pasar por el centro histórico, la Raza y el Río de los Remedios, continúa hasta terminar en la avenida Mario Colín, en el límite del Distrito Federal con el municipio mexiquense de Tlanepantla de Baz, para convertirse en la calle de Ventisca… Así es, al llegar al Estado de México, Lázaro Cárdenas se hace Ventisca.

El Eje Central Lázaro Cárdenas —¿en breve New Liberalism Street o quizá Structural Reforms Avenue?— mide poquito menos de 20 kilómetros, y antes de que el profesor Hank González surcara de ejes el suelo chilango tenía otros nombres, seis en total. De ellos, dos nos interesan: en Arcos de Belén, la calle en la que va a toparse López, la vialidad cambiaba de nombre: hacia el norte y hasta la colonia Obrera era San Juan de Letrán —viva y venenosa, Efraín Huerta dixit— y hacia el sur Niño Perdido.

Y de nuevo, otro misterio… Ya no digamos dónde quedó el susodicho extraviado, sino de entrada quién fue el chamaco... Conozco al menos tres versiones, y todas se remontan a la Colonia.

La primera versión aduce que por estos rumbos —a la altura de la calle Doctor Pascua, en el sitio en que ahora despacha una gasolinera— existió una capilla edificada en el siglo XVII en la que se adoraba al Niño Jesús, perdido por María y José en un viaje a Jerusalén y hallado tres días después muy quitado de la pena entre los doctores de la Ley, “oyéndoles y preguntándoles”, según se lee en el Evangelio según San Lucas (2:41-52).

Otra versión se refiere a la trágica historia de un solitario escuincle llamado Lauro, e involucra las ausencias de un padre primero viudo y melancólico y luego vuelto a casar y sojuzgado, y los oficios de una maléfica madrastra…; total, un culebrón con ahogamiento y todo.

La tercera versión, por cierto la más acreditada, encuentra sustento en una leyenda virreinal. Se cuenta que a mediados del siglo XVII, las autoridades novohispanas mandaron traer de la metrópoli a don Enrique de Verona, un escultor de cierta fama, para que realizara en la Catedral de la Ciudad de México un altar en honor de los monarcas de España y sus dominios. El artista llegó pues al Nuevo Mundo contratado por el virrey Francisco Hernández de la Cueva (1666-1733). El caso es que, además de esculpir, durante su estadía se dio tiempo para flirteos a diestra y galanteos a siniestra, así y viceversa, y como el amigo portaba agraciada estampa y se comportaba con amables tratos su éxito entre las féminas indianas, que no indígenas, aunque vaya usted a saber, no resultó menor. Al final encontraría la horma de su zapato: Estela de Fuensalida, una despampanante mujer oriunda de la ciudad de México… Siguió enamoramiento fulminante, sacramento matrimonial con pompa y boato, fiesta, embarazo, chamaco, felicidad conyugal…, y de ahí no hubiera pasado el relato, si no fuera porque, claro, había un tercero en discordia… Un rico platero, ya entrado en años, don Tristán de Valladares, quien había quedado herido de amores por doña Estela, decidió echarle a perder la dicha a la refulgente pareja: sigue entonces un incendio provocado a la vivienda del escultor y su mujer, alaridos, pánico y el horror porque nadie encuentra al niño de brazos, y finalmente una sombra furtiva… He ahí al pérfido don Tristán tratando de birlar al inocente infante… Y el grito que, según esta versión, daría pie a la nomenclatura de la calle en donde se encontraba la casa en llamas: “¡Madre mía, devuélvanme al niño perdido!”

Si, como se presumía, Estela de Fuesalida era criolla —hija de españoles nacida en América—, el niño perdido —y luego recuperado—, fue criollo también, puesto que era vástago de un peninsular. Pero si la bella madre era en realidad mestiza —procreada por gachupín e india—, entonces el chiquillo era castizo. Y si ella hubiera sido chola o coyote, es decir, nacida de india y mestizo, pues el niño perdido sería entonces un harnizo… En fin, dejémoslo en Niño Perdido, y quede en misterio la casta con que fue etiquetado o bien tomemos por buena la posibilidad con la que mejor le pudo ir en la vida novohispana, esto es, que fue un criollito dieciochesco mexicano. Lo que sí resulta poco arriesgado descartar es que el tal Niño Perdido fuera mestizo —descabellado pensar en una india bien posicionada en la sociedad virreinal de la Ciudad de México—. Y el niño perdido que he andado buscando fue mestizo, más incluso, si no el primer mestizo en cuanto a tiempo, sí el de más alta significancia: el hijo de Hernán Cortés y la Malinche.… Pero ya será a la próxima…