Un blog apasionado, incondicional y sobre todo inútil sobre esos objetos planos, inanimados, caros, arcaicos, sin sonido estereofónico, sin efectos especiales, y sin embargo maravillosos llamados libros.

lunes, 27 de enero de 2014

¿Decides?

A man may be a pessimistic determinist
before lunch and an optimistic believer
in the will's freedom after it.
Aldous Huxley

A ver..., ¿por qué Roger Bartra fue a decirle a Enrique Peña Nieto que “no sólo de reformas viven los mexicanos”? El contexto puede ser esbozado fácilmente. El hecho ocurrió hace apenas unas semanas, el pasado 11 de diciembre, durante una bonita ceremonia en Palacio Nacional: flamante, el abogado Peña, en su calidad de presidente de la República, entregaba la edición 2013 del Premio Nacional de Artes y Ciencias, en sus diversas categorías. Aplausos, sonrisas, abrazos, la prensa tomando placas de todos los felices participantes en el acto. Entonces, tocó a Bartra hacerse del micrófono para hablar en nombre de los once galardonados. Supongo que muchos de los presentes, sobre todo los miembros de la comitiva presidencial, habrán pensado que el etnólogo era un aguafiestas, de menos, cuando espetó aquello de que “no sólo de reformas viven los mexicanos”; peor, momentos antes, con unos pocos y certeros trazos, el investigador emérito de la UNAM había bosquejado ya la situación del país: “no vivimos un mundo idílico. La injusticia, la explotación y la desigualdad siguen siendo un gran problema... Aún es significativo el peso del autoritarismo y la corrupción. La violencia homicida continúa tiñendo de sangre nuestro territorio.” Caras largas, claro, y al día siguiente la declaración de Bartra se llevó todos los titulares de las notas periodísticas que daban cuenta del evento. ¿Por qué lo hizo? Con la pregunta —que reitero: ¿por qué fue Bartra a decir lo que dijo?—, no pretendo averiguar si el sociólogo tenía razón al soltar la afirmación aquella, puesto que evidentemente la tenía y la tiene, no, cuestiono si lo hizo porque decidió hacerlo o porque estaba predeterminado ineludiblemente a actuar de ese modo. Es decir, ¿ejerció el libre albedrío o sencillamente actuó conforme a la enorme y compleja cadena de causas y efectos que lo colocaron en la referida circunstancia? Sin duda actuó a conciencia, ¿pero ello implica sin más que realmente tuvo la alternativa de hacer otra cosa? Si se parte de que “vivimos en un universo en donde todos los acontecimientos tienen una causa suficiente que los antecede” y “todo evento está determinado por causas que lo preceden, ¿por qué los actos conscientes serían una excepción?” O dígame usted mismo, ¿está leyendo en este preciso momento estas palabras porque así lo decidió, o bien porque todos y cada uno de los sucesos pasados se han venido concatenando de tal forma que no había ninguna posibilidad de que ahora mismo usted estuviera haciendo otra cosa? Justamente sobre eso discurre el más reciente libro del doctor Bartra: Cerebro y libertad. Ensayo sobre la moral, el juego y el determinismo (FCE, 2013), una obra en la que el sentido común, la sociología, la filosofía y las neurociencias se entreveran.


De entrada, Roger Bartra se cuestiona si existe o no el dichoso libre albedrío. ¿Es factible la libertad o se trata de un mero autoengaño, nada más que un ensueño sobre-documentado? Desde el arranque de su disertación, el autor deja claro que el asunto está inexcusablemente ligado al tema de la conciencia, y recuerda uno de los argumentos más socorridos de los deterministas, el buscapiés que Albert Einstein (1879-1955) le recetó al poeta bengalí Rabindranath Tagore en una famosa epístola: “si la Luna fuese dotada de autoconciencia estaría perfectamente convencida de que su camino alrededor de la Tierra es fruto de una decisión libre”. ¿Y qué piensa Roger Bartra? Digamos que en este caso no se cuadra con el genial físico alemán; más bien se apoya en Spinoza (1632-1677), el filósofo de más altos vuelos de los Países Bajos, para sostener que la libertad es posible, existe y “está basada en el… esfuerzo o tendencia que impulsa a los humanos a razonar y a entender que son autoconscientes”. Asentado lo anterior, la pelota queda colocada en el lado de la cancha en donde Bartra arma su juego, la conciencia: “este ensayo se propone reflexionar sobre el libre albedrío y la ética” desde una perspectiva que coloca “los problemas de la libertad y la moral en el terreno de la conciencia”.

A lo largo de todo el ensayo, Bartra defiende la idea de que, a pesar de que el quehacer humano no puede escaparse de la red de encadenamientos de causas y efectos que predetermina los hechos, los actos libres son efectivamente posibles: “una fracción de lo que hacemos forma parte de un espacio social donde la voluntad consciente es un elemento causal importante”. Subrayo el adjetivo “social”, porque ahí se halla el meollo del planteamiento: al igual que Gregory Bateson (1904-1980), el antropólogo británico que acuñó el concepto ecología de la mente, Roger Bartra piensa que la conciencia únicamente puede entenderse como parte de un gran sistema en el que interactúan tanto el contexto físico como el sistema de relaciones sociales en los que vivimos las personas. Más incluso, tajante, sostiene que “la conciencia es la articulación entre el cerebro y la sociedad”.

Roger Bartra, hijo de catalanes rojos exiliados en México, él mismo, según sus propias palabras, con un alter ego comunista y miembro de la generación del 68, llegó a Palacio Nacional a recibir un premio, el más importante que este país da a sus académicos, con todo el caudal de causas que predeterminaban que no se quedara callado y que se plantara a decir lo que dijo, entre esas causas, su voluntad consciente.

miércoles, 22 de enero de 2014

Uno no (sabe qué) es sin lo demás

La conciencia sólo puede existir de una manera,
y es teniendo conciencia de que existe.
Jean Paul Sartre

Hace ya diez años, la edición española de la revista Letras libres publicó una hipótesis fascinante: la conciencia del ser humano –“la autoconciencia o conciencia de ser consciente”– no es algo que se encuentre alojado dentro de nuestros cerebros, al menos no solamente. El planteamiento había sido presentado por su autor, Roger Bartra, en el ciclo de conferencias aparejadas a la exposición internacional Metabolismo y comunicación, celebrada a finales de 2003 en Barcelona, gracias a la organización del grupo Banquete, más que un cenáculo de especialistas, un club de polímatas. Banquete reúne a antropólogos, artistas, arquitectos, biólogos, filósofos, economistas, neurocientíficos y sociólogos, con el fin de reflexionar acerca de los patrones y procesos de transformación que actualmente rigen los flujos de materia, energía e información.

Roger Bartra Murià nació en la Ciudad de México en 1942. Huyendo de la barbarie franquista, sus padres, el poeta Agustí Bartra y la escritora Anne Murià, catalanes ambos, luego de un periplo por Francia, Cuba y República Dominicana, terminaron asentándose en nuestro país. Roger, quien se considera a sí mismo miembro de la generación del 68, se licenció como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y luego se fue a estudiar a Europa, para conseguir un doble doctorado en Sociología, uno por la Universidad de la Sorbona y otro por la Universidad de París III. Roger Bartra es un activo de la UNAM: es profesor emérito del Instituto de Investigaciones Sociales, en donde coordina el Seminario de Estudios Avanzados. En 1996 recibió el Premio Universidad Nacional Investigación en Ciencias Sociales. En 2009, la FIL de Guadalajara le concedió el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural “Fernando Benítez” —justo recordar los años maravillosos de La Jornada Semanal, durante los cuales él dirigió el suplemento—. El año pasado la Academia Mexicana de la Lengua eligió a Bartra Murià como miembro de número (rareza: un científico social que escribe bien). También en 2013, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en la categoría de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, el reconocimiento más importante que en nuestro país se otorga a la labor intelectual de los académicos, y Roger Bartra se lo ha ganado a pulso. Además de una infinidad de artículos y ponencias, la obra de Bartra comprende más de treinta títulos, en los cuales ha dejado una generosa estela de reflexión sobre diversos asuntos: el México prehispánico, sociología agraria, ciencia política, cultura nacionalista e identidad mexicana —La jaula de la melancolía (1987), de lectura obligada—, el pensamiento salvaje, y, por fin, el gran misterio de la conciencia. Así, en 2006 Bartra publica Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, en el cual desde la perspectiva de la sociología, la antropología y la filosofía se aventura a la caza de la conciencia, explorando tras las pistas que neurólogos, psiquiatras y biólogos han ido dejando a lo largo de los últimos años de investigación. Su más reciente libro es Cerebro y libertad. Ensayo sobre la moral, el juego y el determinismo (Colección Centzontle del Fondo de Cultura Económica, 2013).

Ya desde aquella conferencia de 2003, Bartra entiende la conciencia “como un proceso que vincula la actividad neuronal con las redes simbólicas exocerebrales”. Leyó usted bien: el autor propone que la conciencia es una entidad dinámica que ocurre no sólo dentro de nosotros, en el cerebro, sino también en torno al individuo. Al igual que Michel Tomasello (Florida, 1950), experto en primates y procesos cognitivos, sostiene que la pura evolución biológica no alcanza para explicarnos, esto es, que “los seis millones de años que separan la aparición de los homídos de sus antepasados los grandes simios no son un tiempo suficiente para que un proceso ‘normal’ de evolución biológica pueda crear las habilidades cognitivas que nos caracterizan” —efectivamente, se estima que la tasa de mutacion básica del ADN es de 0.7% por cada millón de años—, de tal forma que la única explicación que queda se halla en la fuerza evolutiva de los procesos culturales. Bartra afirma que cuando “el primigenio homo sapiens deja de reconocer una parte de las señales procedentes de su entorno”, para compensarlo, comienza a crear mundo, sembrando símbolos por doquier: “Para sobrevivir utiliza nuevos recursos que se hallan en su cerebro: se ve obligado a marcar o señalar los objetos, los espacios, las encrucijadas y los instrumentos rudimentarios que usa. Estas marcas o señales son voces, colores o figuras, verdaderos suplementos artificiales o prótesis semánticas que le permiten completar las tareas mentales que tanto se le dificultan. Así, va creando un sistema externo de sustitución simbólica de los circuitos cerebrales atrofiados o ausentes, aprovechando las nuevas capacidades del lóbulo izquierdo del cerebro. Surge un exocerebro que garantiza una gran capacidad de adaptación”. Así que nuestra naturaleza es cultural. Mientras que Tomasello lo expresa diciendo que “los seres humanos poseen una capacidad biológicamente heredada de vivir culturalmente”, Bartra es más radical: los humanos “adolecen de una incapacidad genéticamente heredada de vivir naturalmente”. Si la conciencia es un engaño de la materia, es un montaje colectivo, entonces.  Valga aquí recordar que de acuerdo a varios estudios zoológicos existe una correlación entre el volumen cerebral y las dimensiones medias de los agrupaciones en las que cohabita cada especie.

¿Y cómo relaciona Bartra la conciencia con el libre arbedrío? A ello, veremos, se aboca precisamente en su libro más reciente…


jueves, 16 de enero de 2014

El 100piés y el sapo

Cuenta Roger Bartra:


...nos desplazamos por la existencia como el ciempiés, impulsados por diversos egos que se alinean sobre caminos ásperos y cenagosos. Y no es difícil que ocurra, como en el proverbial cuento chino, que un sapo envidioso interrumpa el armonioso andar del ciempiés para decirle: “¡Qué elegante y curiosa manera de andar! Dime, admirado caminante, ¿cómo empiezas a desplazarte, qué pie levantas primero y cuál después, con cuál continuas y cómo ordenas las pisadas?”. Se sabe que el ciempiés se puso a cavilar y nunca llegó a responder: quedó paralizado, tirado en una zanja, y no se pudo jamás volver a mover.
Todos deberíamos estar preparados para responder al enigma de cómo movemos y desplazamos las identidades. No digo que resolvamos el misterio, lo que seguramente no es posible. Pero podemos estar listos para escapar de la pregunta del sapo...*
* Lo tomo del discurso que pronunció el doble doctor en Sociología, en diciembre de 2009, al recibir el Premio Fernando Benítez de Periodismo Cultural: http://www.letraslibres.com/blogs/las-identidades-del-ciempies

martes, 14 de enero de 2014

Historia sin mayúscula

Como quien arroja un chocolate fino al fondo del cajón del escritorio o quien esconde una halagüeña botella de tinto en un recóndito rincón de la alacena, así yo, hace tres años, encajé en uno de los libreros, junto a todas sus demás novelas, Inés y la alegría (Tusquets) de Almudena Grandes (Madrid, 1960). Desde octubre de 2010, cuando conocí a la narradora española en el zócalo de la Ciudad de México, había mantenido a la espera de una adecuada coyuntura la lectura de la obra con que arrancó el ciclo Episodios de una guerra interminable, una zaga que la Grandes proyecta completar con seis novelas —de hecho, la segunda entrega circula en librerías desde el año pasado, El lector de Julio Verne—. No sólo se trataba de aguardar un ramillete de días tranquilos suficiente para mandar a volar al mundo y enfrascarme a gusto, sin interrupciones, en más de 700 páginas, también era que los ecos de El corazón helado, el libro anterior de Almudena y una de las mejores novelas que he leído, aún seguían resonando en mi conciencia. Por fin, la última semana del año pasado, durante un paréntesis soleado junto al mar, me deporté a la realidad alterna que solamente las grandes novelas pueden proveerle a uno…
            Inés y la alegría es una novela histórica, incluso apegándose a la definición clásica del subgénero, esto es, la acuñada por Lukács. La historia medular que relata permite adentrarse en uno de los episodios menos conocidos del pasado reciente de España: la intentona desde Francia de invasión del valle de Arán, ocurrida a mediados de octubre de 1944, es decir, en el ocaso de la II Guerra Mundial, por parte de grandes contingentes guerrilleros de exiliados españoles rojos, el llamado ejército de la Unión Nacional Española. Se trata de un acontecimiento que bien pudo haber cambiado la suerte de España y en dado caso el equilibrio geopolítico de la Europa de la posguerra, pero sobre el cual las distintas historiografías hegemónicas no han querido dejar testimonio, ni la del bloque occidental de los Aliados —se trata de un tema particularmente desatendido por los galos y los británicos— ni mucho menos la del bloque comunista, y tampoco, ni pensarlo, la que se escribió a la sombra del Franquismo… En este sentido, el trabajo de rescate y documentación que realizó la novelista es por sí mismo meritorio; sin embargo, no estamos frente a un libro de historia; como ella misma explica, “es una obra de ficción inserta en la crónica de un acontecimiento histórico real”. ¿Cuenta Almudena Grandes exactamente lo que sucedió? ¿Cómo enfrenta el lío de la pretendida verdad histórica? En un charla que ofreció en la escuela de escritores de Madrid, Grandes planteó claramente su estrategia: “Yo creo que cuando un escritor escribe una novela basada en un hecho real, tiene que sentirse igual de libre que cuando escribe una novela basada en una historia de ficción, pero tiene que conservar cierta lealtad a la realidad; lo cual no implica contar la realidad tal como fue, implica no traicionarla”.
Inés y la alegría espejea dos planos de la realidad, el de la Historia y el de las historias, y lo hace desde un planteamiento que explicita  reiteradamente y sin ambages: “La Historia con mayúscula desprecia los amores de la carne mortal, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu, más prestigiosos, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos”. He ahí el leitmotiv que se desarrolla en toda la novela.
La narración se estructura en tres ejes. Uno cuenta los grandes acontecimientos históricos, los entretelones del poder, el actuar de las personas que efectivamente se volvieron personajes de un capítulo ignominioso en la Historia contemporánea de Occidente, la Guerra Civil Española —“España siempre ha sido la excepción, el pecado original de los campeones de la democracia y la libertad del mundo”— y el Franquismo: Francisco Franco, el Generalísimo —“un cuquito que va a lo suyito”—, José Díaz Ramos, Stalin, Churchill…, pero especialmente dos: una mujer “más lista que el hambre”, Dolores Ibárruri, Pasionaria, y Jesús Monzón. Los otros dos ejes narrativos encarrilan las historias de Inés, un personaje de ficción, particular y de dimensiones colosales, y la del capitán Galán, dos comunistas entrañables, valientes, admirables, de esa gente que falta, carajo. Y a todos los acicatea una misma fuerza: “la materia narrativa es realmente el deseo”, aristotélica, sentencia Almudena.
Inés Ruíz Maldonado, hija de una familia adinerada de Madrid, hermana menor de un dirigente falangista, protagoniza la trama principal de la novela. El entramado de historias que Almudena Grandes despliega desde la mirada de esta mujer, ella misma deslumbrada por los ramalazos de libertad que trajo la República y luego la defensa frente a los golpistas —“¿Os dais cuenta de que por primera vez en la historia de este puto país, podemos decir qué queremos ser, cómo queremos vivir?”— permite mirar de cerca medio siglo de vida española. La lógica de las grandes tendencias, las sesudas explicaciones estructurales, el cuento de que todo es eslabón de cadenas causales… todo ello queda arrinconado por la voluntad de la gente de carne y hueso, acompañada siempre por la indeterminación: “los seres humanos no son máquinas, y hasta el mejor delantero falla un penalti”.
            Inés y la alegría, triste y magnífica, humana y esperanzadora…

jueves, 2 de enero de 2014

A propósito de propósitos

Hay que marcan a sus autores y opaca al resto de su producción. Ejemplos sobran: Cien años de Soledad para Gabriel García Márquez, El laberinto de la soledad para Octavio Paz -la mayoría de la gente que ha tenido que leer aquel ensayo, no conoce un solo poema del Nobel mexicano-, Rayuela para Julio Cortázar, La insoportable levedad del ser para Milán Kundera, Aura para Fuentes..., en fin. Sucede lo mismo con Ariel (1900) y Rodó.

Luis Enrique Camilo Rodó Piñeyro nació en Montevideo, Uruguay, a mediados de 1871. Aquel año, Charles Darwin publica El origen del hombre; las noticias importantes se transmitían ya por telégrafo pero aún no existían los teléfonos; en México, Benito Juárez, aunque acusado de fraude electoral, seguía siendo la cabeza del liberalismo sobreviviente y por eso mismo triunfante; Brasil era un imperio, Francia una república y la República Oriental de Uruguay un país con menos de medio siglo de existencia. Rodó cae a este mundo en la cuna de una familia acomodada por sus caudales, pero poco le va a durar el amortiguamiento: aún no ha cumplido quince años de edad cuando, luego de la prematura muerte de su padre, se ve obligado a trabajar. Rodó, como otros tantos grandes maestros, no termina sus estudios, no formalmente, pero su manía por la lectura y la escritura lo ubican pronto como un intelectual, en su natal ciudad -entonces con una población de menos de medio millón de habitantes-, en Uruguay, en el cono sur e incluso en Lartinoamérica entera, una en entelequia geocultural que él mismo ayudó a construir.

A Luis Enrique Rodó le duró poco la vida. En 1917, su cadáver, el de un hombre solo, fue hallado en un hotel de Palermo, Italia, en donde se malpasó sus últimos tiempos como corresponsal de un impreso bonaerense. Sin embargo, los 45 años que transcurrió por estos lares le alcanzaron para dejar huella. En 1900 había publicado el ensayo que lo marcaría de por vida y para el porvenir, Ariel, el profético alegato contra Calibán, símbolo de la sinrazón, el egoísmo, el utilitarismo y la ceguera que acaba siendo la reducción de la vida a la consecución de un objetivo único. Casi una década después, José Enrique Rodó publica Los motivos de Proteo, un texto pertinente para aquellos que en estos moribundos días del año andan esbozando en su cabeza propósitos de cambio.

El modernista uruguayo expresa así la idea rectora de todo el ensayo: "Cada uno de nosotros es  sucesivamente, no uno, sino muchos". De ahí el título que el helenista montevideano otorga a su rosario de reflexiones: Proteo, dios marino hijo de Océano y Tetis, habitaba en las aguas cercanas a la isla de Faros, y tenía el súper poder de mutar a su antojo. De hecho, Proteo, no solamente era capaz de tomar la forma de lo que le viniera en gana, también lo sabía todo, lo acontecido en el pasado y lo que acaecerá en el futuro. Un anciano profeta que obtuvo tamaños dones nada más por desempeñar bien un rol muy menor: pastorear las focas de Poseidón. En el Olimpo, la servidumbre escasea...

Nuestro devenir a través del tiempo implica transmutación constante, y la corriente del cambio nos recorre enteramente, por dentro y por fuera: "cosa ninguna pasa en vano dentro de ti; no hay impresión que no deje en tu sensibilidad la huella de su paso; no hay imagen que no estampe una copia de sí en el fondo inconsciente de tus recuerdos". Rodó no ahorra metáforas para machacar sobre la vorágine del movimiento constante, la inacabada permuta del uno en lo otro: "El dientecillo oculto que roe en lo hondo de tu alma; la gota de agua que cae a compás en sus antros oscuros; el gusano de seda que teje allí hebras sutilísimas, no se dan tregua ni reposo, y sus operaciones concordes a cada instante te matan, te rehacen, te destruyen, te crean..." Rodó cree que ante la fuerza del cambio no existe alternativa alguna, sin embargo su planteamiento acarrea el optimismo del pensamiento clásico: el hombre puede y debe ser uno durante el tiempo, intentando siempre imponer cierta dirección a su vida, a su identidad, con los estribos de la razón y la voluntad.

Los motivos de Proteo se integra por 158 pequeños apartados, todos ellos susceptibles de ser leídos y comprendidos modularmente. Sólo por la pulida prosa de Rodó conviene su lectura, su estudio y emulación incluso; agrego que, sin llegar a ser nunca un texto críptico, obliga a que uno vaya y venga al diccionario, a la enciclopedia. Argumento extra: googolealo y encontrarás en pocos click varias versiones en línea gratuitas.

¿Adelgazar, hacer ejercicio, titularse, dejar la soltería o divorciarse....? Eso qué..., propónte mejor propónte leer... Protéico 2014.